Sin Embargo. 3/4/15
Habrá que diferenciar las ideas de las ocurrencias. Las primeras vienen de un proceso reflexivo donde el análisis, por escueto que sea, termina por arrojar una posibilidad producto del pensamiento. También de la exclusión de las variables que son negativas para un objetivo.Las segundas, surgen con la banalidad de la respuesta apresurada. Hace tiempo una buena amiga me hacía soltar la carcajada al recordar ese instante donde uno detecta que la tontería está saliendo de la boca y no se es capaz de detenerla, así son las ocurrencias. Las más peligrosas son consorte de la desesperanza que nunca es buena consejera y por su tendencia a nublar la prevención de consecuencias, cae en la inmediatez que da una satisfacción efímera y luego, tras de sí, deja un desastre complicado de arreglar.
“¡No salga a votar, rompa su boleta, anúlela, boicot electoral. Castiguemos a los poderosos!”.
Dicen algunos sin fijarse en lo perverso de su lenguaje. La falta de confianza es natural y acaso obligada en un país como el nuestro donde no faltan políticos que hacen difícil que se les crea por encima del gordo que los chicos esperan en Navidad. Ya Marx afirmaba que la cámara de diputados es el consejo de administración de la clase dominante, habrá que recordar el totalitarismo que le siguió a algunas de sus ideas. Los liberales de la época creían que aquel recinto debía ser donde se reúna lo mejor de una nación; la arena principal del debate. Ambas posturas residían en la utopía que por intangible y su necesidad de condición perpetua soy incapaz de adoptar como fe de Iglesia. Sin embargo, igual que ocurre con la democracia, el camino para llegar a ella es la condición que puede hacer la vida en sociedad un tanto más viable, así que decido quedarme el común denominador del ejercicio democrático, con el planteamiento del libertario, aquella utopía menos idiota: la democracia que busca un equilibrio de poderes.
Al no faltarnos razones para dudar de un aparato legislativo que se ha cargado de vergüenza, el discurso antielectoral cae fácilmente en la demagogia más pura. Es el discurso que cae bien. Dēmos, pueblo. Agein, dirigir. Hace tiempo que no me ponía griego.
El demagogo necesitará la empatía de quien lo escuche para sostener y llevar a buen puerto sus proyectos. Un principio de legitimidad que el político nacional por momentos pasa por alto y en su ausencia, el ocurrente encuentra espacio.
Será útil recordarle a los posibles elegidos, a los electos y al elector, algunos de los acuerdos a los que hemos llegados tras montón de errores en los ejercicios de administración pública y legislación.
Los partidos que tanto despreciamos son un triunfo de la democracia. Son, en el terreno teórico, las organizaciones que podrían aglutinar un pensamiento coincidente. Nos han salido mal, sin duda alguna pero, es más sencillo anular el voto que obligar a que regresen a sus intenciones originales.
Al mismo tiempo los electos tienen el compromiso de representar a una nación entera. Ni mi voto ni el triunfo de un candidato debería de obedecer a mis o a sus intereses, sino a los del conjunto de personas que viven en una demarcación. Así, la frase que afirma que un electo es empleado del ciudadano resulta idiota. El empleador no es mi figura individual, se trata del distrito, el municipio, la ciudad, el estado y la república, algo más grande que yo mismo; una nación formada por la suma de identidades.
Ser ciudadano es ser elector. La construcción de la ciudadanía pasa por el sentimiento del deber cívico y crear ciudadanos es crear las razones para querer vivir juntos. Un deber de solidaridad que forma un todo, el país.
Y vienen las contradicciones y los problemas.
Una elección es un voto de confianza, será imposible saber si el elegido cumplirá, si no se volverá loco, arrogante y bribón. Cuando una clase política se ha comportado de forma deleznable pero no ha pasado el límite que se ve en países más bestias —Venezuela, Cuba, China, etcétera—, ese voto de confianza deberá mantener un resquicio de sí para evitar caer en la demagogia que contradice la verdadera democracia. No es posible llegar a ella si sólo consentimos al que habla como nosotros y escuchamos al que dice lo queremos oír.
He anulado mi voto a presidente cada elección en la que he participado pero el de las cámaras no. Ellos, que repito, han hecho mal su trabajo, son el único contrapeso que debería tener contacto directo con el ciudadano. La soberanía, incluso en un país presidencialista como el nuestro, es parlamentaria.
En los siguientes meses tendré que pensar sobre el objetivo del acto electoral. Veo dos caminos ante las ocurrencias que critico. En mi casa se decía —una donde el pensamiento político siempre estuvo presente—: podemos parir, aunque sea con fórceps un asomo de democracia o, simplemente tomar fotografías del descontento sin buscar la gobernanza. Ésta última es la que revela la abstención y el no acto electoral.
Epílogo.
Gracias por el espacio para disentir. Hoy me despido de Sin Embargo, un medio que me ha dado mucho y al que le guardaré un inmenso aprecio. Espero volver a encontrarme con los lectores que aquí han dialogado. Con los detractores que insultaron y contribuyeron para ese joie de vivre. Este año publicó dos libros nuevos, estoy trabajando en otra novela y seguiré en los demás espacios donde participo, haciéndome preguntas y criticando parroquias.