La muerte no es, es el lenguaje de la muerte.
Hay quienes piensan que no tenemos derecho a insultar la religión de los demás, que ése es un límite claro que hay que ponerle a la libertad de expresión. El problema, por supuesto, es que no podemos limitar nuestras ideas porque éstas ofendan a otros. Por ejemplo, me imagino que habrá católicos que se sienten profundamente ofendidos en su fe ante la teoría de la evolución. Sin embargo, ése no parece un buen motivo para censurar a la ciencia. Y antes de decir cualquier cosa, recordemos a Giordano Bruno, a quien la inquisición romana quemó en el Campo de’ Fiori por sus ideas. Si limitamos todo aquello que ofende, nos quedaremos sin discurso.
Otra cosa bien distinta es decidir si nos gusta o no pensarnos a nosotros mismos como una persona que ofende a otras por sus creencias. A mí no me gusta y por eso no lo hago, pero eso no me lleva a exigir que la libertad de expresión no proteja el discurso. En casi todos los casos el límite de la ofensa debe ser moral, no legal.
El libro que tiene en sus manos utiliza la muerte como excusa para hablar de muchas cosas relacionadas: de la espiritualidad y de cómo ésta se distingue de lo religioso (claro que podemos tener vida espiritual sin sentimiento ni práctica ni afinidad religiosa); de la perspectiva científica, donde la muerte es erradicación biológica, y nos habla también desde el punto de vista semántico y literario: la muerte no es, nos dice, es el lenguaje de la muerte. Es decir, la muerte es la forma en la que los vivos nos referimos a ella (un día alguien tendrá que reescribir esta frase). Así pues, la muerte no es sino su interpretación.
Para Maruan Soto Antaki, el suicidio es la muerte más libresca. Ahora, en Reserva del vació no escribe de cualquier suicidio, sino de dos suicidios muy particulares, el de Mishima y el de Jesús.
Nadie que conozca la historia pondrá en duda que el escritor japonés se mató. Pero el caso de Jesús es distinto: ¿qué no lo crucificaron y lo hirieron en el costado con una lanza? Claro, pero Soto Antaki ensaya la propuesta de que, a fin de cuentas, Jesús actuó de manera suicida; no debemos olvidar que se rebeló de manera temeraria contra el poder establecido (no sé si se puede ser a la vez temerario y Dios que todo lo sabe).
Les diré la verdad, lo que me tuvo en ascuas a la hora de escribir este prólogo fue tratar de encontrar la manera de explicar que el ensayo del que hablamos lo escribió un provocador. Por supuesto, esto no lo digo en sentido peyorativo, (qué prologuista habla mal del libro que prologa). Hay provocadores que iluminan: un buen maestro, por ejemplo, algo tiene de provocador. Pero no toda forma de provocación es interesante. Y en esas estaba, sin hallar un buen ejemplo, cuando a principio del año unos fanáticos irrumpieron en la redacción de la revista humorística francesa Charlie Hebdo y abrieron fuego despiadadamente con sus fusiles automáticos contra los caricaturistas y editores del semanario.
Cuando leí la noticia, lo primero que hice mientras me horrorizaba fue pensar en Soto Antaki y este ensayo, y no porque cada vez que sucede algo en Medio Oriente, o relacionado con el fundamentalismo islámico, lo llamen de todos lados para dar su opinión (sabe del tema), sino porque vi una relación clarísima entre el humor desenfadado de la revista satírica y Reserva del vacío. Vamos por partes: no digo, pues sería ridículo, que en las páginas que vienen, el autor recurra a desnudos, ni violaciones, ni a poner en situaciones ridículas a los líderes políticos y religiosos del mundo. Los relaciono por los temas que discute el ensayo y que se pueden trasladar perfectamente a las discusiones que suscita, por un lado, el atentado fundamentalista y, por el otro, la libertad de expresión. Y también gracias a cierta actitud provocadora del autor de este libro, que no es proclive (¿gracias a Dios?) a seguir los dictados de la corrección política ni a guardarse sus ideas sobre temas que son incómodos en muchas mesas. Su estilo, por cierto, está muy lejos de la sátira sexualona de Charlie Hebdo.
Pero hablemos brevemente de la idea de provocar, que en muchos sentidos se entiende como una conducta inapropiada, violenta, casi pendenciera. Así se comportan los bravucones en los barrios bajos y en los opulentos. No se me puede ocurrir una forma más infecunda de conducirse. Pero el provocador al que me refiero está mucho más ligado con la práctica filosófica. Estoy pensando, por ejemplo, en Diógenes de Sinope (el Perro), que adoptaba ciertas posturas perturbadoras para motivar la transformación de sus interlocutores. Diógenes, por ejemplo, se masturbaba en público y le decía a quienes lo miraban, “ojalá pudiera quitarme el hambre sobándome la barriga”. Sócrates también era un provocador, empezaba siempre sus diálogos con preguntas incómodas que pretendían hacer recordar a sus interlocutores el conocimiento que ya reposaba en sus espíritus: provocar conocimiento. Como ya adelantaba, el autor de este ensayo nos dice que Jesús se suicidó, lo que podría ser una imagen interesante en sí misma, pero el punto es que para Maruan, el suicidio bien ejecutado se puede convertir en la muerte más literaria. Esto porque el suicida construye su propio desenlace, lo que lo vuelve un personaje poderoso y quizá cínico, melancólico o de armas tomar. Entonces, ya lo dije, uno de los argumentos del ensayo es que Jesús se suicidó porque hizo todo lo necesario para que lo crucificaran. Y pensemos esto no desde el punto de vista religioso, sino desde el literario, que es de lo que va este ensayo sobre la muerte como invención literaria. Jesús es el personaje que toma en sus manos su destino y que va tejiendo con sus actos el inevitable desenlace. ¿Habrá mejor personaje que el que logra llevarnos a un final ineludible de forma convincente?
Lo dicho arriba me permite traer a colación el suicidio de Mishima, del que no les adelantaré gran cosa, a fin de cuentas, la labor del prologuista de un texto literario es la misma que la de un aperitivo en una comilona: abrir el apetito.
La muerte de Jesucristo está en su nombre, la de Mishima es forzosamente menos conocida, aunque muchos sabrán de ella (y los que no, ya en este ensayo encontrarán una narración detallada de los sucesos).
Lo único que quiero es relacionarla con lo dicho aquí sobre la crucifixión de Jesús: Mishima planeó detalladamente un suicidio de gran novela decimonónica y lo ejecutó a la perfección. Esto refuerza el argumento que adelante ensaya el autor de esta obra: lo literario que son los buenos suicidios.
Hay tres cosas que no se puede permitir un prologuista: no puede, como ya decía, hablar mal del libro, pero tampoco debe contarlo (Levrero pensaba que los prologuistas españoles siempre contaban las novelas y por eso les temía) ni mucho menos hacer que el lector deje el libro antes de llegar a la primera página de la obra. Por eso la brevedad es una de las grandes virtudes de este complicado género.
Déjeme darle un último empujón para que pase de inmediato a leer esta Reserva del vacío: en este ensayo encontrará narraciones deliciosamente bien llevadas, entre ellas el suicidio de Mishima. El arte del bien contar, que no le viene mal a ningún género, el autor lo practicó y refinó en la novela (Casa Damasco, Alfaguara 2013 y La carta del verdugo, Alfaguara 2014).
Termino con una petición: no se ofenda con lo que no merece la pena ofenderse, el mundo está demasiado lleno de desigualdad e injusticia como para malgastar nuestros sentimientos morales en unas páginas que lo único que quieren es hacernos pensar.
L. M. Oliveira
enero 2015