Sin Embargo. 28/2/15
Cuesta encontrarle cosas buenas a México, cada vez más. El país de lo relativo se hace detestable pero ya he dicho que decidí quedarme en él. Lo digo antes que algún simpático vuelva —como ya ha pasado—, a sentir ofendido el orgullo de la enchilada y me mande al aeropuerto.
Algo en nuestro desastre seduce, siempre he pensado que de vivir en lugares como Finlandia —pinta a más orden—, tendría poco que escribir y el universo de la literatura nórdica nada tiene que ver conmigo. En México tenemos una sociedad que me incomoda de mala gana, lincha, se apresura, arremete, su supuesta solidaridad depende de la tragedia y encuentra cómo justificar lo que sea de su beneficio, pero tampoco se trata de extenderme en eso. Si bien definir la idiosincrasia mexicana es una tarea complicada, existen elementos que permiten pensarla. Ya de esto han hablado Samuel Ramos, Octavio Paz e Ikram Antaki en sus respectivos, El perfil del hombre y la cultura en México, El laberinto de la soledad y El pueblo que no quería crecer.
Con la comida me vienen positivos aunque perece que nos metemos en el mismo conflicto. El mapa es grande, tan mexicana será la sopa de frijol como los chiles en nogada o una simple quesadilla. En nuestra gastronomía enfrentamos la diversidad que sirve de pretexto para que cualquier turista intrépido se de cuenta que viene de otro mundo. Este mismo abanico de posibilidades también impide meter a un mismo saco el montón de opciones que conforman la mesa nacional. Será fácil decir que la comida argentina es la carne, los chorizos y una pasta, sé que me quedo corto pero no imagino a un porteño ofendido con tal afirmación. Los norteamericanos verán con orgullo sus hamburguesas y los franceses sus quesos. Los ingleses encontraron salvación en los migrantes que les ensañaron de qué va una buena comida y los levantinos, no dudamos al decir que casi todo es invento nuestro. Peinamos el bigote al reconocer la autoría del jocoque, el kebe o demás platillos que hasta el peor restaurante árabe pone sobre los manteles.
La cocina mexicana pide una carta casi imposible. Hace unas semanas, gracias a unos buenos amigos, descubrí un lugar al norte de la ciudad —soy muy sureño, para mí todo está al norte— que me recordó nuestra parte buena.
El Nicos trae nombre de familia, de herencia. Uno aprende a respetar esas cosas. Restaurante de barrio que sirve lo que es éste, un país de barrios. Con viejos de la zona que llevan a sus nietos como lo hicieron sus padres, con la seguridad que estos perpetuarán la costumbre. Un motel cercano ofrece el potro del amor en sus habitaciones. Silla de montura con aplicaciones varias. Es el deefe, sus arquetipos y rincones que suenan peligrosos en la imaginación, a veces lo son. Ahí se construye una historia que no depende del tiempo como de la identidad, la que es buena.
Mesa de diez comensales con el chef a la cabecera, un tipo rudo que depositó su sensibilidad en cada platillo. Recetas que rescatan aquel abanico del que hablaba, donde las tortillas se encuentran con los años de la colonia y las influencias de cuanto sujeto pasó por estas tierras. La cocina mexicana no se encuentra en el etnocentrismo nacional, sino en el mestizaje y los conventos que hicieron mucho de este país —más de lo que un ateo como yo está dispuesto a aceptar—.
Entre platos me pongo a pensar. Pertenecemos a una sociedad que hace menos lo más simple al arreglar algo que no estaba descompuesto y si lo estaba, no lo supimos rescatar. Entre esas mesas todo funciona bien, no hay pelea con lo que nace de la conquista, tampoco la pretensión que da folclor a lo propio. Los mejores rasgos de algunas culturas se encuentran en la comida. No será el caso de la tradicional cocina británica pero sí el nuestro. Un molcajete con aguacates aplastados frente a uno, tortillas no sólo hechas en casa, el maíz lo nixtamalizan en el piso de arriba y el antropólogo estudiará la carta. Hay un jefe de cocina, uno de preparación que vigila la materia prima. Es un barco en alta mar. La sopa de frijol se hace con granos pelados a mano y tiene una crema que ya sólo se encuentra en rancherías. Heredamos de España las sopas secas —que en otro lado no les dirían sopas— y una receta del XIX llega a la mesa, como llegó cuando la intervención francesa entre las notas de las capuchinas. Enchiladas de pato, con salsas que son de una artesanía que asusta. Conejo, cecina y chamorros. Para los postres, panes de elote, tamales de calabaza y salen las pepitorias, acompañadas de flanes de requesón capaces de levantarle el hábito a una monja. Todo esto, no sólo la nogada y el mole oaxaqueño, es alta cocina cuando se entiende la importancia del alimento en las culturas, que son eso, lo que comen.
Aquel lugar es el México que vale la pena, mejor a todo aquello que he probado por años, mejor a lo que leo en las noticias en palabras de políticos brutos y periodistas que improvisan. Una cocina que sigue estrategia, que prueba y planea, que es capaz de dar una lección de buen gobierno.
En este espacio hablo de política y de filosofía, todo eso estaba en la mesa. La alta cocina es alta cultura, que siempre es honesta.
http://www.sinembargo.mx/opinion/27-02-2015/32232