Sin Embargo. 6/2/15
Seguro se ha esfumado, con la equívoca ligereza que ahora imprimen las palabras, la imagen de ese chico con la cabeza cubierta que la semana pasada escribió, en el Monumento a la Independencia, “La Justicia llegará cuando la Sangre de Burgués comience a correr (sic)”.
No tardaron en borrar aquel grafiti —sí, con una sola efe—, tampoco en aparecer los comentarios que aplaudían el supuesto valor del joven revolucionario o bien, condenaban aquel insulso acto por los varios caminos que lo permitían. Desde la protección del patrimonio histórico, al anacrónico panfleto.
El asunto flirteó lo irrisorio y me atrevo a rescatarlo con cierta frivolidad. No busco discutir las razones que esgrimieron aquellos redactores de la justicia, mucho menos entrar a un debate acerca de protestas, derechos, respetos y demás. Sobre el acto idiota de pedir la sangre de quien sea, ya he escrito al referirme a otras latitudes y ahora, trataré de defender la que aprendí —seguramente por burgués—, es una de las clases más fascinantes de la historia.
Por ahí del XIX, la ideología transformó la palabra burguesía en insulto lapidario. Venga, la historia tiene que ver y reconozco que aquella de los burgos en los tiempos feudales, metió la pata en tantos charcos que se hizo difícil defenderla. Incluso si dejo a un lado la acepción marxista, que me cae mal por religiosa, tendré que aceptar que la burguesía que tuvo en mente el portador del aerosol, va ligada a desplantes y churrería. Excesos, pues —montón de ellos—, pero no siempre fue así. Habrá que repensar la verdadera burguesía y será bueno revisar cuáles de sus logros estamos dispuestos a eliminar, cuando se nombra burgués al bribón y como si fuera circo romano, se pide pintar de rojo una carretera.
Hago recuento histórico para no olvidar, que del siglo XI para acá, grandes inventos le debemos.
Pasando el primer milenio, una pausa en las invasiones bárbaras a Europa permitió algo de paz. La burguesía es producto de ella, invento de comerciantes que evitaron la guerra. Por su evidente inseguridad, las mercancías no viajan bien en batallas, ventajosas para quienes cual tablero de ajedrez, aseguraban su perseverancia en las conquistas.
El mundo se adentró en el orden mercantil, la gente salía de los castillos para trabajar. Así, el instrumento de control pasó de ser la tierra que dominaban los tiranos, al dinero que generaba la gente. Gracias a él, la propiedad se adquiere con el intercambio, ya no por la fuerza. Diremos que el dinero es la causa de nuestros males pero trajo grandes ventajas. Dio valor a las cosas, al trabajo y al tiempo, que antes pertenecía a Dios, controlado por el noble. Ahora, parafraseando al buen Zapata, era de quien lo trabajaba.
Y nació el laicismo.
El trabajador que antes era de alguien, se hizo de su esfuerzo. Se le permitió —claro, con más de un abuso del señor feudal—, tener ahorros y la riqueza que sólo era del rey, el duque o el lord, ligado a un ser supremo, se volvió laica. El dinero ya no tenía una relación exclusiva con la Iglesia y a ésta, la podía comprar el que ahorraba. La propiedad del espíritu y del cuerpo se hicieron privados. Entonces, por definición, el pensamiento libre es burgués, depende de sí mismo y no de Dios.
Hay dinero y aparece la palabra capital. Ese capital que terminó en las vilezas del XIX y XX, vino con buenas nuevas.
El que trabajaba encontró en el dinero un elemento que facilitó su salida de la miseria. Un panadero no tenía pasado, tampoco el herrero o el agricultor. Morían como siguen muriendo los pobres pero antes, cuando éstos fueron los primeros burgueses, ni una tumba podía ser escrita con su nombre, no tenían. La burguesía se los dio.
A los nobles les enterraban en iglesias y al poder pagar la bendición, el trabajador compró nicho entre los santos. Aquellos edificios con cruces y sotanas, eran demasiado pequeños para albergar los cuerpos del burgués que exigía lugar para sus huesos. El burgués inventó el cementerio. Pedazo de suelo sacro donde se le iba a enterrar. ¿Y qué tienen hasta hoy los panteones? Lápidas para grabar. A la burguesía se le debe el patronímico y al niño que antes a duras penas se podía mojar en la pila parroquial, se le dio apellido a partir del muerto que lo precedía.
Ese niño también tuvo infancia gracias a la burguesía. El niño esclavo, el hijo del sastre y el de la mucama, debían ponerse a trabajar en cuanto aprendían a cargar. La burguesía permitió la infancia que todos protegemos. Con ahorros se podía pensar en un futuro, en esperanza para los suyos, en la educación de los menores. Inventamos el futuro a través del dinero, resultado de la herencia del trabajo.
Si el futuro se prevé con el instrumento de la burguesía, la perversión se hace dueña. Se compran posiciones, títulos, la vieja nobleza se hace ciudadana al adoptar las herramientas civiles. La ciudadanía, esa que era burguesa, quiere ser noble y se va al carajo. De nobleza aquí no hay nada.
Todavía sin capitalismo, el concepto de capital, es decir, de cabeza, significó el triunfo de la astucia, de la ambición y del trabajo sobre la fuerza. Algo más malvado que lenón croata.
Durante casi diez siglos se mantuvo la utopía burguesa. Los burgueses envidiaron los poderes de los nobles. Aun sin dinero pero con sed de venganza, que confundieron con justicia, se empezaron a comportar como su antagónico, el verdugo del señor feudal. Pidieron cortar cabezas con autoridad moral que pinta a divina y llegó lo que nos encontramos en los periódicos, los excesos de quienes pueden excederse, políticos corruptos, gobiernos sucios pero también, las consignas en el Paseo de la Reforma.