Sin Embargo. 6/2/15
Pocas cosas se han vuelto más complicadas que el concepto de soberanía. Puede que la falla se encuentre en la evolución de la misma, al punto en que ahora podríamos tener lo que el alegre pervertidor del lenguaje llamará, con todo e ínfulas: la soberanía cultural. ¿Qué elementos de una cultura pueden ser transgredidos o juzgados por otras? Si pensamos que las sociedades deberían ser como castillos antiguos, de esos infranqueables, tendremos que echarle un ojo a su conformación. El castillo es ahora el conjunto de naciones, la polis multicultural. En todo el mundo, esta soberanía se enreda cuando el intercambio afecta la vida de otros sin siquiera tener que presentarse entre sí. Cuando la mariposa de la teoría del caos se hace en las vidas de vecinos que no conocemos.
A la par de los atentados en París, hace unas semanas, un tema viajó como razón y consecuencia del crimen. ¿Qué hay que respetar y qué no? ¿cuáles son los límites? ¿cómo se mezclan las culturas? El asunto se ha enfriado pero en realidad sigue ahí, descansando en espera de un suceso bárbaro que permita a todos opinar.
Nadie dudará del derecho de autodeterminación y la necesidad de respetar o tolerar las diferencias pero, como ocurre con la democracia, los referéndums, etcétera, ¿qué hacemos cuando ese derecho o costumbres, infringen los aspectos más elementales y no conservan la mínima estabilidad, necesaria para que por ejemplo, unos no se maten a otros? ¿qué cuando las masas se imponen sobre los demás? Ahí la soberanía o el respeto cultural importa poco porque, como ocurre en los casos de violencia doméstica, lo que pasa entre un par de paredes nunca será suficientemente privado para que el ajeno no tenga la obligación moral de intervenir.
Si el siglo XX fue el de las migraciones, el XXI con sus herramientas tecnológicas no se queda atrás, a la hora de mezclar tradiciones y modos de vida que terminan en la disputa de qué es correcto y qué no.
Si bien podríamos creer que tales preocupaciones son propias de algunos países, donde la geografía y la miseria ha obligado a gente de todos lados a emigrar, debemos recordar que la vigencia de la discusión no necesita de una tragedia para preguntarnos hasta qué punto estamos dispuestos a convivir. Sucede no sólo en Francia con los árabes, también en Alemania con los turcos, en México con los centro y sudamericanos. Qué digo, en el centro del país con los de sur. Es un problema de fronteras dentro y de fronteras fuera. Ocurre en Estados Unidos con los nuestros —aquí el cliché es aplastante—, en cada localidad que sin necesidad de avanzar como tren suizo, llega a funcionar mejor que aquella que proveyó casi siempre sin quererlo, de esperanza a quienes la vida en sus lugares de origen pintaba un tanto oscura.
Los de la capital seremos hipócritas si decimos que aceptamos sin chistar, cómo vienen a hacer sus vidas los de la provincia que se antoje. Ningún sombrero se ve en las calles del Deefe, con lo mismos ojos que en Chihuahua. Atracción turística son sus costumbres y cuando llegan a nuestra casa, se transforma en folclore nacional. —¡Así son los mexicanos! —se puede escuchar al texano decir, cuando se molesta por los horarios de comida de quienes se han mudado para allá. Comer a las tres de la tarde es una provocación que da para cena. —¡Tienen hijos como conejos! —dice no sólo el Papa en su perorata, también hablan igual los caseros franceses que ven a las familias argelinas de los barrios de migrantes, poblar con hijos apilados en literas, los departamentos que apenas permiten a una pareja habitar y eso con cierta austeridad. Los landlord neoyorquinos pensarán así cuando unos mexicanos parecen volver al clan, atiborrados por precariedad y con ella, en cuartos demasiado pequeños.
Las costumbres son distintas, las culturas más. ¿Cuál vale sobre la otra? —Ninguna, exclamará el de las buenas ideas, que tampoco es honesto porque en la exacerbación de lo correcto, ha olvidado que eso sólo cabe en la utopía de la convivencia que por norma, poco tiene que ver con la realidad.
En Francia, la musulmana que quiera entrar al école con la burka cubriendo el rostro, tendrá que quitársela si quiere continuar hacia su aula. El mexicano migrante podrá hablar inglés, renunciando al español, si quiere que su hijo comparta con más soltura la lengua de los chicos que juegan en el parque. El japonés de la posguerra habrá adoptado una que otra costumbre norteamericana tras la ocupación, el argentino en México hará tacos de asado y el cubano que ya sólo baila lo suyo en ciertos bares y salones, se hará un experto ejecutante de quebrada.
Resultó poco apropiado el sincretismo cultural, políticamente hablando, y eso, con todo y sus peligros que son varios, tantos como sus ventajas, al menos permite una discusión cultural y filosófica.
La semana pasada en este espacio, escribí sobre la mayor crisis de derechos humanos en la actualidad, la tradición idiota y criminal de mutilar los genitales femeninos. Afortunadamente nadie defendió la brutalidad. Son costumbres que por sobrepasar lo que ya desde hace tiempo entendemos como daño, quedan fuera del debate. Es algo con lo que hay que terminar y ya. No está tan claro el escenario cuando se toca la religiosidad de las sociedades, sus ideas de respeto, la frágil ofensa que ha impedido entender qué quiere decir integrar una comunidad con otra. Cómo hacemos para que las costumbres de cada grupo cultural —pensemos minoritario—, no choquen con los del entorno —mayoritario—. Nada, van a chocar.
Toda integración cultural pide la renuncia o adaptación —que eventualmente significa cierto grado de renuncia— de lo privado en función de lo público. Es decir, que el sincretismo de una cultura con otra tiene dos niveles, el íntimo y el externo. Como la buena literatura.
Esta semana en una conferencia, dije que si una aerolínea europea quiere mantener como clientes a los musulmanes que viajan desde el viejo continente a Medio Oriente, debería dejar de servir cerdo en sus vuelos. Si un testigo de Jehová no tiene la menor intención de seguir con las obligaciones nacionales que el sistema educativo pide —o pedía en mis años de escuela—, tendrá que discutirlas en un marco jurídico o simplemente, dejar de estudiar aguantando que lo echen a la calle. Este equilibrio es terriblemente frágil, se presta a los abusos y el ostracismo pero encuentra una balanza en el diálogo y el derecho. Este último producto del diálogo mismo.
Una sociedad donde hemos llegado a pensar que las mayorías cuentan con mayor validez que las minorías, es el mal producto de nuestros triunfos. También una de las fallas de la democracia más básica, sino la principal. ¿Cómo hacemos para que el espíritu mayoritario no provoque la abdicación del individuo? ¿Cómo manejamos un mundo donde al mismo tiempo, la opinión del individuo debe ser tan respetada como el mundo entero?
En estas preguntas descubrimos los límites de las sociedades. No hay respuesta fácil, es un problema ético y estos problemas no se resuelven con respuestas, se resuelven con más preguntas. Habrá que pensar en esto.
http://www.sinembargo.mx/opinion/06-02-2015/31532