Sin Embargo. 9/1/2015
–Donde fueres, haz lo que vieres. O una cosa por el estilo, igual de barroca, me dijo una interlocutora con la que coincidí en un programa de radio hace un par de años. No sólo su argumento dependía de una frase hecha, cosa que me puede palidecer la barba, defendía que las mujeres sauditas tuvieran que cubrirse el rostro para ir a la escuela. –Son sus costumbres –decía. –Hay que respetarlas –insistía sin importarle mi hígado.
Nada, nunca lo que se imponga debe ser respetado.
Cuando un fundamentalista religioso ataca un medio de comunicación, se mezclan dos barbaridades. Una es atentar contra la libertad de expresión, que en Occidente al menos, tenemos un tanto claro por donde creemos que debe de ir. La otra es un asunto antropológico que funde la teología con la moral y el espíritu legislativo más burdo. En ningún caso la acción del terrorista es tolerable y no debemos olvidar que la tolerancia exige la intolerancia hacia aquello que es inadmisible, ya sea un trío matando a la redacción de un semanario, una mujer obligada a pasearse con la burka o el niqab, una pareja lapidada por haberse acostado o un homosexual tirado del balcón por gustarle quien le dio la gana.
El atentado en París contra Charlie Hebdo, como el 11M en Madrid o las Torres Gemelas de Nueva York, caen en el segundo campo de análisis. Obedecen a una religión que socialmente vive un medioevo, en los términos que separan su época antigua con la que podría ser una moderna y que, como cualquiera cuando ha pasado por un proceso similar, es perfectamente apta para el surgimiento de fanatismos, por definición imbéciles y criminales.
Aquí lo políticamente correcto me juega en contra, parece que es blasfemia decir que una religión, una lechuga o un matón despiadado, hacen mal sin sonar a vituperio. Allá quienes se ofendan porque al final, nada de lo que diga hará más daño que las balas del fundamentalista susceptible a la crítica. Como toda religión, el Islam funcionó en su momento como instrumento de cohesión social, brindó las herramientas de unicidad que necesitaban las tribus de la zona, hace ya más de trece siglos. Pero el tiempo afortunadamente avanza y las sociedades evolucionan dentro de lo que la razón y reflexión les da a entender. Después de la muerte del profeta Mahoma, el Corán no incluía todos los aspectos de la vida cotidiana, entonces se constituyó el conjunto teórico que se llamó la Chari’a; la ley musulmana, que defienden algunos desequilibrados como los que han venido cortando cabezas en Siria e Irak o, posiblemente también, los que esta semana mataron a la gente del Hebdo. El Islam, que pudo ser una religión unificadora desde la creencia, se convirtió de inicio en una constitución social y un marco regulatorio para todos los campos de la acción humana, privada y pública. La Chari’a se adaptó a los tiempos a partir de su interpretación del Corán, no del bienestar social, como ha ocurrido con todas las constituciones decentes en el mundo.
El libro sagrado del Islam presumía de ser intrusivo y optó por la imposición para estructurar la cotidianidad de sus adeptos. No le bastó eso, se instituyó una religión que debe controlar el Estado. La base del civismo es la laicidad, su regla máxima es que no nos matamos. Es imposible que un ciudadano actué a dos bandos contrarios, cuando éste tiene que obedecer a un dios antes que a la ciudad –en términos griegos, claro–, sus semejantes salen perdiendo. Los semejantes somos todos cuando se dimensiona el barrio a las fronteras nacionales. Si al civismo lo mandamos al carajo, haciéndolo pequeño sobre la voluntad de Dios, la noción más básica entre el bien y el mal queda excluida. Así, el entendimiento de la moral en un Occidente moderno, nada tiene que ver con la cuestión islámica. Sobran quienes dicen que la moral occidental es objetable, venga, discutamos si cometer atrocidades en nombre del dogma tiene defensa. No he encontrado argumentos que contradigan la utilidad del civismo más amplio.
El Islam contemporáneo y Occidente no son compatibles, dejémonos de correcciones y afrontemos las cosas como son. Aunque su incompatibilidad no impide la mínima convivencia. De entrada hay que diferenciar el individuo del credo. Es evidente al punto del insulto, que hay musulmanes –la mayoría–, a quienes llamaremos buenos, con una arrogancia que no me acomoda. Su rechazo a la violencia, al sectarismo, a la intolerancia, parte de la labor del individuo mismo, no de su religión. Se trata de una revisión de conductas que la institución religiosa no ha hecho ymientras se mantenga así, seguirá siendo necesario diferenciar al Islam de la generalidad de musulmanes. Por raro y contradictorio que parezca, no lo es tanto.
En las sociedades occidentales, las normas del Corán y la Chari’a se alejan de lo que hemos venido corrigiendo a merced de nuestros propios errores y crímenes históricos. Desde los tiempos de la conceptualización de la democracia y la República, pasando por las animaladas que otras creencias han perpetrado, que son muchas, una que otra noción hemos definido como lo que aceptamos es decente y lo que no.
Discutir sobre la libertad de prensa, sobre los derechos humanos como los entendemos, queda totalmente fuera de la perspectiva islámica. Son conceptos occidentales que defenderé siempre y tildaré de bestia a quien no lo haga. Todavía hoy, luego de los más de trece siglos que mencionaba hace unas líneas, el extremismo del Islam se origina por la inflexibilidad de sus reglas. Todo es blanco y negro. La ley occidental, cuando no nos sale lo salvaje, intenta como cojo, avanzar sobre una variedad gigantesca de grises.
La tolerancia establece un único terreno que debe funcionar como leguaje común: no nos hacemos daño. Sin eso, poco hay que hablar y afrontemos las consecuencias de la barbarie.