Sin Embargo. 1/12/2014
La política era asunto respetable. –Pensaba mientras escuchaba a un amigo de mis padres con quien me reúno de tanto en tanto, menos de lo que me gustaría. Esa generación que vivió la década de los sesenta siempre da de qué hablar y no por recordar las tragedias de aquella época –éste hombre, inteligente como pocos, no intenta revivirlas en pos de gloria–, sino porque como ocurría en tiempos menos soberbios, se aprende con quienes tienen más vida que uno. Él es raro dentro de los de su tipo, crítico de sí mismo, ni se perdió en los desplantes ideológicos ni buscó perseverarlos a diestra y siniestra, por eso no defiende su juventud entre la arrugas. Posiblemente, porque la juventud no fue lo mejor que le pasó y permitió darle bienvenida a lo lúcido que acompaña la madurez. También porque jamás formó parte de los círculos del poder, los vio de lejos y cuando estos le pidieron consejo, lo dio y se marchó.
Con los tropiezos y aventuras de antes, se enfrentan las ideas que a la mala se repiten o se fueron desvirtuando y no puedo más que sentir una profunda añoranza, por cuando el discurso político tenía sentido y era razón de vidas. No sólo de quien proclamaba sino también de los que atendían. Esos días en que posiblemente por ingenuidad, la gente metida en política aún creía en la decencia. Cuando el pensamiento no formaba parte del desplante, cuando las decisiones se hacían por estrategia y se entendía que cada declaración idiota pinta pelo y oculta canas. No como ahora, cuando quien las dice no tiene idea de qué hacer con el tiempo y se niega a aprender de él. Vanidad efímera.
Algún día la política se trató de sensibilidad y negociación, de planes para beneficio compartido, de infinidad de elementos que para variar, me llevan a los olivos de Esparta y Atenas. Ni siquiera en los tiempos de ese hombre que compartió café conmigo, los políticos eran decentes y aunque conozco a varios distintos, se hace regla general que lleva a todos por igual sin darle espacio a las excepciones. Es una lástima. Cuando lo malo es mucho, se diluye lo bueno y poco.
Años atrás –más de unos miles– los griegos proponían algunas ideas y supongo que no imaginaban la duración de sus esquemas: demos, politeia, res publica, civis. Los conceptos mayores de administración social.
No habrá fecha para la invención de la política pero desde hace unos veintiséis siglos, los de la toga, el vino y las olimpiadas, establecieron las reglas modernas. Entonces aparecieron los demagogos, directores del demos, aquellos que tomaban la palabra y orientaban al pueblo sobre sus decisiones. La gente los quería. Aplaudían a las masas y les sacaban dinero, claro, se hacían ligeramente ricos y nadie se quejaba. Había un balance. El demagogo tenía sus límites y virtudes, ya después se convirtieron en los que conocemos, populistas o esquivos. En el lenguaje y la práctica se cambian los significados. Los políticos eran persuasores fantásticos, maniqueos de los buenos. Conocían casi todo, sabían el estado de los ejércitos, de las ciudades, de los ingresos, de las precariedades y los ánimos de su gente. Con ellos jugaban para un fin común. Esos políticos necesitaban ser cercanos a las sociedades para entender cuáles eran sus preocupaciones, no bastaba que hablaran bien y conquistaran la tribuna, debían entender qué le sucedía a sus gobernados. Funcionaba también a la inversa, tampoco servía que sólo supieran e incluso propusieran, debían ser capaces de seducir a las multitudes. Por eso, el buen político siempre es un manipulador consciente y quien manipula, sin excepción, debe ante todo ser un tipo convincente.
Cuando el equilibro entre el saber y el discurso se rompe, nace el demagogo irresponsable, ese que ya no tiene ni quiere dar cuentas. Incapaz de aceptar errores, las explicaciones son viruta. Desde el siglo IV, las sociedades se enfrentaban a los problemas que hoy vemos en la noticias del mundo entero. La administración pública, la política, pues, siempre ha estado ligada al escándalo. La naturaleza humana no puede ser pura. Para mantener las estructuras, salvas de errores, se inventaron los asesores. Su intención era preservar la figura política en virtud de la estabilidad social o el resguardo personal. Eran consejeros, no comunes, amigos de los poderosos que daban diferentes perspectivas, ampliaban el conocimiento que es difícil cuando los territorios son grandes y también fungían como piezas sacrificables en caso de falta o mala administración. Ellos eran los que presentaban las acciones poco populares para así, cargar con el peso del juicio. De está división de los poderes, de la toma de decisiones compartidas, surgen también los ministros y secretarios que toda república respetable tiene. Para ser las defensas internas del poder.
Esta estructura no quita un ápice de manipulación, es más, en ella vemos el extremo más absoluto en la dispersión de responsabilidades, pero es eficaz cuando los demás instrumentos del ejercicio funcionan: demos, politeia, res publica, civis, decía hace una líneas. Aunque ese no es nuestro caso. Políticos que no cuidan la credibilidad que les deben tener los ciudadanos, se pasan la verosimilitud de sus palabras por la Vía Apia y la gente pensará que se les toma el pelo, aunque sus propuestas sean correctas. Ahí estamos, mientras se excluya el análisis y la revisión de todos los temas de interés público; nada habremos aprendido. Es ocioso querer convencerse de sus propias afirmaciones.
Hacerlo de esta forma no representa el entendimiento del quehacer político, es decir filosófico. No es un ejercicio de hipocresía que toda política necesita. Sí, como lo he escrito. Un buen político es un perfecto hipócrita pero jamás un cínico. Tiene que negociar con opuestos para convencer a todos que están ganando, dar la confianza que sin ella la palabra vale lo mismo que un mar seco. Lo que tenemos en México es una materia que cada partido político aprendió como niño que no siguió sus cursos o alguien que decidió no escuchar a sus viejos, para hacerles preguntas y descubrir en qué se equivocaron.