Sin Embargo. 16/11/2014
Si bien la idea formal de un Estado comprende la existencia de un país con fronteras, gobierno, ejército y gente, traemos un malentendido que nos tiene podridos y no deja resolver las cosas. La exacerbación relativista del mexicano. Tanto en éste como en todos los aspectos de la vida, logramos que se haga teoría de Einstein sin siquiera entenderle al físico mientras nos hundimos como barco en tormenta, frente a la relatividad de nuestros problemas.
Llegamos a un punto donde los conceptos otrora tan claros, permiten discusiones absurdas. Resulta que en México nada es lo que es. Hemos hecho relativas las funciones de los poderes, de los ciudadanos, de las instituciones. Las nociones más básicas como la violencia, son sujetas a la interpretación.
Olvidamos que la violencia pública sólo se desarrolla en sociedades que conocen la violencia privada.
He visto estas semanas a más de un imbécil justificar asesinatos o demeritar protestas, reflejando el carácter de quien profesa tales declaraciones. A esto hemos llegado. Quemar una puerta del edifico –el que quieran– termina estando más o menos bien al buscar el equilibrio de la balanza. Tonterías. Robar poco se hizo no robar, mentir poco es ligeramente honesto. Al Estado se le escribe con altas o bajas, dependiendo sólo de la posición moral de la pluma y no de diferenciar a la nación del gobierno. Golpear a un policía es menos malo que golpear a un no uniformado y exigir la renuncia del presidente se disfrazó de declaración fácil. Lo que venga después es relativo. “Sí pero no” –así, sin coma–. Esa expresión tan nacional, inmersa en su esquizofrenia del lenguaje, no sólo es una maestría del eufemismo, también un símbolo de la capacidad de juicio de cada uno de nosotros.
Me voy a poner romano. El Estado moderno –es decir la nación– que ha ido adaptándose desde Pompeyo, si bien se ha derrumbado en todos tiempos cual pared del Coliseo, terminó por reconstruirse a partir de la base más sólida que tenemos desde hace un par de miles de años: la ley y la educación.
Volvamos a la primera casilla del tablero, recordemos que jugamos ajedrez y no lotería.
¿Por qué creamos un Estado? Porque en un inicio, la violencia era demasiada. Necesitábamos encontrar una estructura modeladora de las sociedades que contuviera batallas tribales, matanzas sobre la propiedad de una parcela o guerras a punta de hacha por una mirada imprudente. El Estado se formó con dos estructuras básicas: la escuela y el ejército. Ambas evolucionaron al punto de las universidades, las policías y lo más importante: leyes adecuadas. La fuerza del Estado siempre dependerá de las leyes, que en este país son una tomadura de pelo y quien no me crea que se pase un alto, insulte a su vecino o intente comprar una pistola.
El Estado debe ser el principal erradicador de la violencia. Aquí, recordemos la definición tradicional de Estado, donde convergen sus distintos factores. Para dejar la bestialidad de cualquier sociedad, necesitamos que los elementos formadores del Estado penetren en las regiones más recónditas del territorio y ni escuela ni leyes se encuentran diseminadas en todos lados, asomos de ellas dan reflejos de un país mal dibujado.
Tenemos leyes que a duras penas regulan la actividad diaria. Nuestras instituciones de justicia con sus ministerios públicos y juzgados, incluso sin corrupción, permiten hacer lo que sea.
Ante una falta de legitimidad de los elementos del Estado –sobre todo locales–, proliferan estructuras paralelas. Eso propicia un incremento de la violencia, empezando por la falta de reglamentación y segundo, porque se permite la entrada de un aparato anárquico que previene el orden general de convivencia. Represor y criminal a lo bestia, por la misma ausencia en las acciones del Estado.
Insisto, nuestro primer problema es de leyes. Sin ellas, todo lo demás se va al demonio. El sistema judicial es incompleto, tenemos una policía incompetente. Una vez más, la violencia como síntoma de la falta de un Estado eficaz.
La mala educación le sigue a nuestras calamidades, va de la mano con lo anterior. Paremos el discurso de aprender las definiciones del maestro. Se reformará lo que se quiera pero hasta ahora, parece que estamos enfocados en administrar algo parecido a la academia –no a la academia–, olvidando que la primera intención de un sistema educativo es formativa. En la relatividad más burda, no faltará quien me muestre ejemplos de buen trabajo, que también lo hay pero en estos temas, resuelven poco. Si tuviéramos las leyes –que no tenemos–, haría falta implementarlas –que tampoco lo hacemos–. Cuando las tengamos, incluso con penas adecuadas y policías ejemplares e incorruptibles, nos las arreglaremos para evadir las normas aunque sean justas. Porque en nuestra formación no está respetar las leyes. Se decía en mi casa, “aquí discutimos hasta con el semáforo”. Por la relatividad de nuestro entendimiento, ni el rojo de su lámpara determina algo.
México está en el tiempo de Pompeyo, cuando ante la barbarie en Roma, fue necesaria una reestructura absoluta de los sistemas de contención de la violencia. No se trata de andar resanando lo que tenemos, ya probamos que no sirve –a menos que entremos al discurso relativo–.
Hay un desmoronamiento de las instituciones, esto no quiere decir que no existen, ahí están, sin duda –y de más de una nos han salvado–, pero son incapaces de hacer que el aparato judicial del Estado procure justicia desde la prevención, es decir, con sus factores moldeadores. La misma estructura de nuestras instituciones sirve para la autodestrucción de nuestra sociedad. Agreguemos los factores de desestabilización, la corrupción, el narcotráfico, etcétera. Ninguno de ellos es sujeto de relativismo. Mientras defendamos una relatividad de lo verdadero, en lugar de una verdad de lo relativo, seguiremos siendo este Estado –gobierno y población–, imposibilitado para diferenciar el bien del mal.