Ciudad de México, 28 de octubre (SinEmbargo).- “Ahora más que nunca hay que buscar justicia”, dice el escritor mexicano Maruan Soto Antaki, al referirse a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, tratando de mostrar las vías alternativas que existen en torno a los hechos criminales, más allá del instinto animal que obliga a responder violencia con más violencia.
Para el autor de Casa Damasco, la furia asesina no es una respuesta adecuada y alrededor de este dilema ético hizo girar su historia reciente, La carta del verdugo, publicada como la primera por Alfaguara.
Aunque suele decirse que todos los escritores siempre hacen la misma novela, este nuevo registro de Antaki no se parece en nada a Casa Damasco, donde una mujer de origen sirio viajaba al país de sus orígenes, inmerso en una guerra feroz y en cuyo suelo se enamora de un personaje singular, con las manos manchadas de sangre.
En La carta del verdugo, en cambio, Maruan se traslada a la Francia del siglo XX, en tiempos de la abolición (más que tardía) de la pena de muerte en 1981. La guillotina que cortó la cabeza de Robespierre, efectivamente, siguió en operaciones hasta 1977, año de la última ejecución.
La novela cuenta la historia de Bernard Reynaud, “misántropo y obsesivo, hijo de un vendedor de pescado” y cuyo oficio ominoso lo define más allá incluso de su verdadera vocación o profundos intereses.
“La idea era alejarme totalmente de Casa Damasco, una novela surgida por razones muy particulares. La carta del verdugo es más novela-novela para mí, un proyecto más literario que de entrada tenía la ventaja de la distancia”, dice Maruan Soto Antaki en entrevista con SinEmbargo.
“Aquí la investigación histórica me permitió meterme de lleno en el mundo de la ficción”, agrega.
–Buscarse un lugar en un mundo tan masculino, ejerciendo una actividad tan oprobiosa, ¿dónde nació la historia del verdugo?
–Es chistoso. En realidad sale de otra novela, porque Casa Damasco es mi primera novela publicada, pero no la primera que escribí. Cuando hace unos años firmé contrato con Alfaguara lo hice por otro libro, pero en el medio saltó la guerra en Siria y fue más pertinente sacar Casa Damasco. Yo necesitaba dar a conocer esa historia. Esa primera novela por la que firmé el contrato, tampoco es La carta del verdugo, sino una que sale el año próximo. Mientras escribía las últimas páginas de Casa Damasco y aparecía este personaje torturador, pensaba que aun aquellos que ejercen los empleos más deleznables, tienen familia, gente que los quiere. Como ese dictador que desayuna todos los días con su mujer y su hija, come bisquets con mermelada y es encantador. Saco todo eso entonces de Casa Damasco. A la par estaba escribiendo un texto sobre la guillotina y de ese modo se fue armando La carta del verdugo.
–Con la idea de la pena de muerte como base
–Bueno, la idea de la pena de muerte se me hace espantosa, pero la certeza de que cuando tú y yo habíamos nacido en Francia todavía se cortaban cabezas se me hace directamente insoportable. Después de un año y medio de investigación, de hacer un texto filosófico sobre la guillotina que afortunadamente no dejé para la novela, decidí armar este personaje pesimista, melancólico y misántropo, que al final también tiene parte de mí y de gente que quiero mucho.
–Un personaje que no juzgas
–No, de ningún modo. Me parece que en una novela no puedes juzgar a un personaje sin caer en la propaganda política. Para eso están mis columnas, como la que tengo en SinEmbargo y donde puedo decir, entre otras cosas, que la pena de muerte es una animalada.
–La vida austera que lleva, viviendo en ese departamento minúsculo, define mucho al personaje…
–Sí y también define a la sociedad de la época. Tenemos la idea de que México es un país de salvajes, pero creo que Francia también es un país de salvajes…
–Bueno, los rusos también…
–(risas) Los rusos no sólo son salvajes, también están de la cabeza.
–¿Y entonces?
–Mi intención con La carta del verdugo es demostrar cómo en estos pináculos del refinamiento y de la cultura occidental podemos encontrar estos escenarios de barbarie. Esa opresión dentro de lo que consideramos la cuna de las libertades.
–Nada le gustaría menos a un francés que se lo relacionara con el concepto de lo salvaje
–Efectivamente. Tengo una educación muy francesa y por ello quise hacer mi texto más anti-francés.
–El de la pena de muerte ha renacido con los recientes casos en Iguala. Ver a ese niño con el rostro desollado te hacen dar ganas de salir a la calle con una ametralladora…
–Es posible, sin embargo, no desear ni querer la pena de muerte en ningún caso. En Siria, Bashar al-Asad ha sido responsable entre otras cosas de que familiares hayan muerto, amigos hayan muerto. Hace unos meses, mi sobrina, de 14 años, estaba caminando por la calle cuando le cae al lado un misil. Ella salió viva después de una semana en el hospital, pero su compañerito, con el que estaba agarrado de la mano, murió. Por la Guerra Civil perdí la casa de mi madre, la casa que era de mi abuela. Sin embargo, lo último que quiero es que maten a Bashar al-Asad. Lo que quiero es que esté en la Corte Criminal de La Haya, quiero que baje vestido de traje en un avión, que llegue esposado al tribunal, quiero eso…
–¿Por qué?
–Porque hay que diferenciar entre venganza y justicia. La venganza es la parte más primaria de la justicia. Es el Talibán, es el código de Hammurabi, es el Pentateuco. Hay suficiente literatura escrita a lo largo de estos tres mil años como para seguir pensando que el talión es una forma de justicia. No me interesa ser tan primitivo. La guillotina era eso, la parte más primitiva de la sociedad francesa. Sin los cuestionamientos morales los humanos somos un orangután con menos pelo. Y estos son los temas que me conmueven, los que me hacen seguir escribiendo. Busco las respuestas en mis libros y como no las encuentro, sigo escribiendo.