Sin Embargo. 3/10/2014
Hace unos días, el funeral de un amigo de mi padre me llevó a discutir en un restorán sobre los temas que titulan este texto. La tristeza por la muerte de uno ellos avisaba que la de todos está cerca y no dejaba ánimos para ginebra. Pedimos al mesero. Expreso cortado para mí, negro los demás. No aprendí de aquella generación de 1968 el gusto nocturno por la bebida sin adornos. Eran personajes duros, célebres trasnochados que llevarán sus inquietudes sociales al féretro. Recuerdos de una época memorable en parte por el romanticismo de una década que permite la creación de imágenes en cualquier joven con motivaciones de justicia, a veces anteponiéndose a cualquier otra reflexión.
A lo largo de los años he mantenido buena relación con esos ahora viejos, cuyas vidas y anécdotas formaron parte de mí y les debo más de lo que podré reconocer. El café se iba acabando rápido, siempre en esas mesas se habla de política, de políticos, del mundo y con tales temas los sorbos son largos. Como lo hicieron con los de su juventud, criticaron con lucidez a los gobiernos modernos. En general, son pocos los que valen la pena pero con todo y la perpetuidad de patanes dirigiendo el planeta, eran tiempos distintos porque allá y hasta hace relativamente poco, había más voces que se dedicaban exclusivamente a pensar. Aunque desgraciadamente en esa época era fácil que también les llamaran reaccionarios. Venían las cuartas tazas cuando uno de ellos afirmó que los medios están para hacer política y defendió el periodismo como parte fundamental de ella. Me escandalicé al punto de pedir un vaso de agua. Hoy, me atrevo a decir que como faltan filósofos, faltan intelectuales prestos a formar parte de las discusiones en gran parte del mundo pero en especial en nuestro país.
Como ocurre con muchas otras cosas que he pensado en este espacio, con el político y la política pervertimos el lenguaje al punto de no diferenciar su sentido con la ocupación. Vamos, la filología está para esto y existe una diferencia abismal entre aquellos dos. Del primero hablaré poco, ese cuyo título viene de la costumbre, el traje opaco y la corbata del color que ostenta el simbolismo de los escudos de armas. Casi todo lo que se puede decir de ellos entra a la nota periodística que poco se relaciona conmigo. Si a estas alturas intento narrar algo de esa forma, lo haré mal al meterme en un terreno que domino como lector y no profesional de un oficio que al hacerse bien es admirable.
Hay los políticos que hacen tal y cometen aquello, los que generan simpatías y odios, que a veces fomentan y claro, justifican la animadversión de quien la tenía. La política es otra cosa, es una disciplina que pide el cuidado del mejor herrero y artesano. Es difícil meterse a este tema sin partir de sus orígenes y ponerse griego. El saber de la polis permitía pronunciarse sobre los asuntos de la ciudad, todos decían lo que pensaban, debatían y se llegaba a un acuerdo para el bien común. Para que esa política funcione, ligada en nuestros parámetros a la democracia –evidentemente, aunque no faltará quien tampoco entienda de qué se trata–, necesitamos ser muy pocos. Pero somos muchos. Entonces creamos el Estado, la comunidad capaz de administrarse otrora por medio de los notables, sabios, etcétera. De ellos surgen los poderes de nuestra estructura de gobierno predilecta.
El quehacer político dependerá de dos entes, ciudadanos comunes y ciudadanos encargados del ejercicio político. Ese que busca el bien común y el sujeto de ese bien. Vengan las contradicciones: el cargo es precedido por el título de ciudadanía y comienza la paradoja.
¿Qué buscamos en nuestros ejecutores de política? Si las respuestas van al discurso de que no robe, que sea honesto, que sea lo que nos guste, lo que debe ser y haga más felices, estaremos hablando del simple administrador público, dejando al lado la idea que le da nombre a su labor. La vulgarización de la profesión me obliga a no llamarle político a todos los que presumen el apelativo. Nombraré ejecutores de política o profesionales de la política al correcto trabajador de esa ocupación.
Ese ejecutor de política para ganarse la representación de otros ciudadanos, necesita contar con las características que permitan a los demás reflejarse en él. Simple regla de empatía, ese que está adelante deberá parecerse a los que están atrás. No faltará con esto el momento de ingenuidad donde se rechaza dicho orden y el mundo marcha agarrado de la mano por la misma línea horizontal pero, sí son los elementos del Estado quienes tienen la palma al frente, porque para eso se crearon. Viene un problema de concepto, todos queremos un profesional de la política que sea ejemplar, irreductible en lo que debe serlo, justo, culto, confiable. ¿Cómo todos nosotros? Un poco de crítica y continuemos.
Algo salió mal, el ciudadano busca reflejarse no a sí mismo sino a su aspiración de ser. En el terreno práctico, el ejecutor de la política no encontrará forma de ser el espejo de todos los suyos, entonces generará la antipatía de algunos.
En occidente, el pináculo de la política es la democracia. Varios han creído que los políticos son los amos de esta estructura de gobierno, no los ciudadanos. Otros, que son los medios los encargados de su custodia y aquí tengo que mostrar no solo mi gran acuerdo sino también la simpatía que a duras penas se me da.
Los que ahora llamamos medios, provienen de una tradición oral bastante vieja, su labor no es reciente como sí su hegemónico papel en la sociedad –siglo XV para acá, posiblemente, no es tanto en realidad–. A través de la divulgación de información, se intenta darle a la población las herramientas de equidad con las que se podrá defender de los abusos. Eventualmente, los medios ocuparon en la historia el papel que en un momento tenían los sabios y notables, algún día procuradores del bien común –tal vez dejaron de ser tan sabios y notables–. No se trata de estar de acuerdo o no, es así y nos trae un problema más.
La política, decía, buscará el fin común, a falta de política los medios ocupan el lugar del protector pero su proyecto de concepción no es ese bien, nunca lo ha sido, como lo es el de investigar, comunicar y denunciar con valor lo que sucede. Un nivel distinto al del pensador antiguo, de esos que ya hay menos. Su objetivo buscará proteger su propio interés, no necesariamente económico o político, puede que sea de principios o ideológico en medida de lo razonable y aparece la línea editorial. Seamos honestos, la mayoría de los medios la tiene y está bien, permite leer a quien queramos.
Los medios y como medios estoy convencido que ya debemos tomar en cuenta a los creados por la misma opinión pública, es decir las redes sociales y los espacios digitales como éste en que escribo, buscarán proteger lo que consideran el bien común, no el bien común en general. Su opinión entra al juego. Incluso sin tener compromisos políticos privados, tendrán alguno con ellos mismos y si es loable, habrá que aplaudirlo.
La fuerza que han ganado los medios no es gratuita, vienen de una historia que obliga a ello. Están los que han sido censurados, a los que han marcado línea desde los poderes mal ejecutados, los que se vieron forzados a seguir indicaciones y los que por voluntad propia lo hicieron. Gracias a estos vicios que nacen con la ausencia de política –política de verdad–, la voz de las masas se transforma en el juez, dejando a un lado el papel del juez real: el Estado político. En este momento los medios se prestan al revanchismo, al odio, a la opinión apresurada, a la tendencia.
Es peligroso tener medios que ocupen el lugar de la política. Incluso si están convencidos de estar defendiendo la verdad, ésta no necesariamente promueve el bien común. La capacidad de discernir sobre lo que sirve y lo que no, se encuentra en el buen profesional de la política, ausente la mayoría de las veces. Al que hay que reconocer cuando se muestra. Una sociedad cuya protección descansa en los medios, no en las herramientas que proveen, se transformará fácilmente en un terreno inquisidor.
Es increíblemente común leer el juicio que rechaza la incursión del intelectual en la vida política de los países, puede que nos estemos equivocando y no esté mal echarle el ojo al antiguo Ágora. Ahí, ciudadanos antes que políticos, sobretodo los que más sabían, formaban parte de las garantías que permitían el funcionar de los Estados.