Sin Embargo. 19/9/2014
De ocurrir en México, Macbeth se hubiera preocupado poco por Duncan y la esquizofrenia nacional lo habría orillado a suicidarse antes de matar al rey.
Si Macduff, noble escocés de la obra de Shakespeare, viera un concierto de Miley Cyrus, exclamaría:
–¡Oh, México, México!
Quienes conocen algunas de mis muchas obsesiones, sabrán que para escribir su nombre he tenido que buscar y confirmar tres veces el de aquella rubia cantante de corto pelo. Todo por mi incapacidad de recordar lo que no me importa y el temor de cometer un error en un material publicado. Adivinarán el placer que me da usar La obra escocesa –sin ser supersticioso, adoptando la costumbre, también evito nombrarla–, para pensar acerca una de nuestras mayores vergüenzas: la falta de entendimiento sobre el civismo y el papel del ciudadano.
No puedo saber cuáles vayan a ser las reacciones luego de los conteos y la especulación en este momento me parece ociosa. Por lo pronto, más allá del resultado del referéndum sobre su independencia, los escoceses han ejercitado de forma envidiable una herramienta de la democracia para la que me cuesta afirmar, estamos listos.
Componen una sociedad donde las reglas están un tanto claras y sin ellas, tratar el futuro de un nación pasa de ser una tragedia al triste parangón de la comedia.
En México como en Escocia, Quebec y Cataluña, la voluntad de integración ciudadana llega a estar en duda, cosa natural en el caso de una población que no comparte todos los lazos necesarios con el gobierno británico. La solución, ser partícipe de la elaboración de leyes y su ejecución. De eso se trata un referéndum.
Para hacer funcionar cualquier herramienta democrática, hay que construir una sociedad responsable. La nuestra es una ciudadanía sin civismo, culpable de la credulidad ante distintos esquemas educativos que de forma idiota, suponen que los valores a inculcar son el amor teocrático a una bandera y a un himno. Donde la defensa de los símbolos intocables de la mexicanidad, reflejan el entendimiento de una nación sobre su personalidad. Así, lo que llamo el orgullo de la enchilada, salta cuando una cantante ostentando en sus acciones mal gusto y nada más, recuerdan el absurdo que llevó a un par de conductores ingleses a pedir una disculpa en la embajada londinense de nuestro país por hacer un comentario de totopos. No costará tampoco hacer memoria sobre el arrebato causado por KLM durante el último mundial de fútbol, al poner un sombrero en un bobo cartel digital. Misma utilería que también esta semana, en medio de disfraces, nos representó durante las fiestas patrias. Ese que si nosotros usamos enaltece una virtud que nadie más puede mencionar. El orgullo de enchilada llega a todos lados. Un admirado amigo estrena esta semana su más reciente película, Cantinflas. He visto infinidad de comentarios llenos de indignación de algunos que sin siquiera ver la cinta, atacan el trabajo de un actor español quien representa al icono nacional. ¿Por qué? porque es español. Confundimos el discurso de la responsabilidad con el de la indignación, entonces, el sentido del interés general se pierde en uno temporal que ocupa el verdadero compromiso ciudadano.
Si es así como defendemos nuestra identidad, no sabremos qué hacer al enfrentarnos como los escoceses a decidir cómo definirnos a nosotros mismos. Como usted, lector, sé que en nuestras fronteras la cuestión escocesa no tiene su par en las dudas nacionales pero en las mismas fiestas, veo y leo con horror cientos de comentarios que desde la frase “no hay nada que festejar”, mantienen lejanía, asco, desdén y rechazo –aquí la esquizofrenia– sobre el lábaro patrio, el Presidente, el Estado, las fuerzas armadas, los asistentes a su desfile o en general, cualquier cosa que tenga la verdadera función para la que fueron montadas: ser garantes de las libertades. Ahí su papel dentro de la estructura cívica que para mala fortuna de a quien no le quede claro, depende de una acción recíproca con ese Estado al que vemos con pinta de proveedor.
Es fantástico cuando la identidad de un pueblo parte de su personalidad cívica. El civismo no es la defensa de la bandera, se trata de la organización digna de nuestras comunidades. No existe en el campo teórico, como dictan las clases que muchos de nuestros jóvenes han tomado. Es absolutamente práctico. Se trata de una actitud de adhesión, supone confrontación y negociación. Compromete lo colectivo en medio de lo privado y público. Moviliza la capacidad de reciprocidad –lo repito por esencial–. Es un ejercicio de derechos y deberes, no lo reduzcamos al discurso de las obligaciones patriarcales en lugar de la solidaridad colectiva. El civismo se instaura en la razón, nunca en el linchamiento.
En las formas de retirada cívica, vemos el fracaso de la sociedad mexicana cuando muchos, sin poner en duda qué pasaporte quieren portar, parecen mexicanos no queriendo ser mexicanos y se contentan con gritos, ofensas y pedir arrestos. El panfletario civismo, además de falso, se hace pidiendo expulsar del país y vituperar al extranjero, en una sensibilidad frágil como cristal de un vaso que no aguantaría el brindis de un whisky escocés.
*para este texto me he apoyado del libro ‘El manual del ciudadano contemporáneo’. Ikram Antaki. Ed. Planeta.