Sin Embargo. 1/8/2014
Las últimas dos semanas, a partir de la crisis en Ucrania con el cerco de Donetsk y el derribo del avión malasio, he leído una coincidencia simple entre medios nacionales e internacionales, redes sociales, la opinión de moda. Avisan de un potencial regreso a la Guerra Fría. Tremenda mafufada.
Sin embargo, quitando las consecuencias y dramas de política internacional, soy un nostálgico de la Guerra Fría. Sé que suena a una barbaridad pero la idea comparte el recuerdo de aquellos juguetes que disfruté cuando era niño. Ninguno será ajeno a ese último sentimiento. Extraño las repeticiones de La dimensión desconocida –Twilight Zone en su idioma original–, la absurda división en los periódicos para noticias de países socialistas, las banderas ondeando como si fueran los escudos de armas de las cruzadas, la sencillez de la ingenuidad. Tal emotividad me permite dar cuenta que hay poco en lo que se intenta llamar un resurgimiento de estas añejas épocas.
Existieron paralelamente dos líneas de la Guerra Fría; el Muro de Berlín fue ejemplo de la estupidez humana en su máxima expresión, no solo se trató de una barrera que dividió una nación, separó familias y costó vidas, fue también el pináculo de las formas, el estandarte de la desesperación ante la derrota del diálogo y simultáneamente, la exacerbación de las ideologías –todas ellas vehículo de la tontería–. Este mes se cumplieron años del emblemático discurso de Reagan donde le pidió a Gorbachov derribar el muro. Ese discurso estuvo cargado del más grande cinismo e hipocresía, pero también de los significados y la retórica bien empleada.
“Mr. Gorvachev, tear down this wall”. Las cosas que se decían con voz de John Wayne.
Cinismo e hipocresía porque Estados Unidos fue tan responsable como los soviéticos del peso que ocupó la pared. La retórica cumplió su propósito y el mensaje que contuvo las palabras precisas, permaneció hasta nuestros días.
Al lector nacido a finales de los ochenta le podrá decir poco el alboroto reciente con que medios y distintos analistas avisan del regreso de esta especie de guerra, plagada con simbolismos. Hay algo distinto en nuestros años con aquellos, pereciera que hoy entendemos poco de las figuras.
Mi nostalgia se remite a esas formas y claridades, el mundo era más burdo pero todas las plataformas del discurso tenían un fin, siempre político, del que entiende la política como lo que debe ser y no el plomazo de furia.
El cine y la literatura estuvieron plagados de clichés que definían las características de los bandos, los colores representaban las posturas y tenía sentido llamarles rojos a los rojos. Nadie se atrevía poner una svástica en una bandera sin entender el terrible peso de la imagen. Teníamos espías que entraban al ideal estético, no blandengues con lentes de pasta y menos de setenta kilos. La labor de propaganda llegó a los mayores niveles de sofisticación: Bond, James Bond, Top Gun –que mala era, de verdad–, Adrzej Wajda y el Hombre de mármol, eran películas dignificantes como lo fue también Tom Clancy en la novela fácil, para las intenciones de los gobiernos que al mismo tiempo combatían en territorios ajenos. Estados Unidos en Nicaragua, La Unión Soviética en Afganistán, etcétera. Esa Guerra Fría era una barbaridad pero mantenía la fantasía al contar con un trasfondo que hoy no existe, por eso hoy no hay ningún regreso a la Guerra Fría.
Ucrania, Corea, Medio Oriente y el interés de los Rusos en América Latina, permiten reactivar en las masas la percepción de un conflicto entre potencias, y todas las plataformas mediáticas encontrarán ahí un tema de ocho columnas –término también nostálgico, caray–. La Guerra Fría terminó en 1989 con la caída del Muro, no todo fue bueno a partir de eso; en los noventa vimos la tragedia de los Balcanes y en el colectivo, un vacío que intenta por todos lados agarrar algo de qué asirse: el discurso que ya no está y la historia que tampoco conocemos.
De 1947 a 1989 el mundo vio una confrontación que tenía connotaciones políticas, hoy apenas vemos una rivalidad entre potencias desiguales. La búsqueda de los rusos por mantener o recuperar una posición geopolítica en el mundo no es más que eso. Ni Kiev ni la base naval en Siria, tampoco Venezuela o Cuba tienen que ver con las doctrinas ideológicas de aquellos años y ellas, eran el motor del conflicto que nunca llegó a mayores. Recordemos la crisis de los misiles en 1962, cuando Kruschev buscó la instalación de cohetes soviéticos de medio alcance en la isla del caribe. Una pifia peligrosa que afortunadamente quedó en eso.
La Guerra Fría no fue solo las acciones públicas, esas son síntomas. Las declaraciones que muestran rivalidad, el intento –bien logrado en el caso de Putin– de aumentar la presencia rusa en el mundo, las amenazas, el clima de tensión escalada, no nos acercan a un periodo que sobre todo dependió de sus contenidos, del fondo y la estrategia. Los dos flancos de batalla de esa época eran las acciones políticas y las narrativas, la importancia de la segunda no se puede diezmar. Toda buena narrativa vendrá de una intención, de algo que contar y en estos días, ni Moscú con todo y el bruto de su presidente, ni los Estados Unidos con su desesperado jefe de Estado, cuentan con el mensaje ideológico que argumentó esos años. Afortunadamente.
Tampoco sus condiciones son pares, el gobierno de Moscú no ha fallado al dar la idea de un país dominante, cada vez más, militarmente pareciera hegemónico. Es incluso capaz de perdonarle la deuda a los cubanos pero Obama, por más intentos que hace no logra recuperar una economía atropellada por un tren de carga. Las condiciones de equidad entre los dos frentes son inexistentes, de su equilibrio dependía el espíritu de tensión. Ahora, son manotazos caros que intentan mostrar algo de fuerza. Geopolítica sin trasfondo social, nada de un conflicto entre semejantes que ni siquiera tienen emblemas que mostrar. Esta falta de paralelismos evita el duelo que prevaleció durante cuarenta años y esa guerra, era muy parecida a las revanchas de la literatura del XIX; bofetada con guante blanco, nos vemos en el bosque, si la cosa continúa se llevarán dos pistolas iguales y con gallardía se amenazan los caballeros que lo que menos quieren es matarse, ese es un riesgo evitable. El duelo era la política de disuasión, cálculos racionales para evitar que el otro dispare la bala grande, esa que desató la pesadilla atómica que a estas alturas no sabemos imaginar como lo hicimos.
En la calle vemos hoy marchas que comparan símbolos de forma idiota, desde la svástica frente a una estrella de David, a un anarquista que dudo haya leído a Proudhon, Magall y Déjacque. Comunistas de red social y tres tenedores, compitiendo con defensores del libre mercado más liberales que sus contrapartes de izquierda. Sus figuras no son más que apodos sin sustento, ese que fue imprescindible para una época de vergüenza en la segunda mitad del siglo XX, cuando cada elemento disuasivo, palabra, ataque por mínimo que fuera, partía de una estrategia que compartía un fin común.
Intentemos que la nostalgia de esos tiempos no nuble nuestra capacidad de análisis. Pareciera por momentos que el bote pronto permite el vacío de un término que no hoy aplica. Sin temor de bomba ni ideología que se manifieste en símbolos, no hay guerra ni batalla de temperatura semejante. Lo que hay, es un mundo de malos estrategas y salvajes. Estamos jugando ajedrez con fichas de dominó.