Sin Embargo. 16/8/2014

Nunca seré tan soberbio como para publicar algo, lo que sea, sin antes compartirlo y recibir la crítica de las pocas, muy pocas, personas en quien confío. Lectores que considero profesionales: amigos, coincidencias y viejos con más páginas encima que yo. Se me ponen los pelos de punta con la mera idea de sacar algo sin este escrutinio. El self-publishing me parece pretencioso y arrogante.

Decía mi madre: “antes eran pocos los que escribían libros, ahora son muchos. El resultado, la mesa de novedades…”. Tenía razón y los anaqueles digitales de Amazon pueden dar terror. El escepticismo sobre las etiquetas de auto publicados me pesa más que el de un libro de editorial. No se trata de dudar sobre el talento, la literatura es tan grande que en ella caben tantas cosas, como la posibilidad de un texto fantástico que nadie antes del primer lector hojeó.

Me adelanto al comentario apresurado. No tengo problema con el mundo digital como plataforma, aunque a veces parezca que sí y acepto que me gustaría comunicarme por telégrafo, a pesar de haber comprado un aparato que carga una pequeña biblioteca en mi bolsillo.

Ahora que el gremio autoral, –si es que eso existe–, salta contra Jeff Bezos por el escándalo del francés Hachette, yo no me meteré con eso. Se ha dicho demasiado y la conclusión es rápida; cualquier librería que ponga candados a escritores afines a un grupo, es de una tontería abismal. A Amazon la criticaré junto a otros, no solo vendedores de descargas sino demás que abundan por estos terrenos, por promover un sistema con el que un libro comparte la promesa de los productos de infomercial.

Tuve la inmensa fortuna de criarme en una casa de libros, se publicaba por lo menos una vez al año y todos ellos, como los varios miles de ejemplares que me rodean mientras escribo esto, pasaron por un editor; pasaron por el respeto al oficio.

Pensamos que somos muy modernos pero la autopublicación se remonta a la más vieja historia, el Códice Arundel fue obra exclusiva de su autor, pero hay pocos Da Vinci. Incluso los incunables contaron la figura incipiente del editor, cuando el artesano movía los tipos y en ocasiones corregía los textos que metería a la prensa. Un primer y posiblemente único filtro, parecido al de William Caxton cuando llevó la imprenta a Inglaterra y tradujo en el XV los textos románticos de Lefevre. El ojo ajeno que comparte con el autor el interés en el texto, esa mirada de lector con oficio y carrera que puede y debe ser crítica.

Entre los argumentos que he escuchado en defensa de este tipo de publicación, al parecer más libre, descubro recurrente la figura de una editorial como un ente maligno que rechaza grandes escritos, siempre a merced de un mercado que manipulan. Panfleto mafufo.

¿En serio somos tan tontos los lectores como para dejar que alguien dicte nuestros intereses?

Será si leemos poco.

Si hay más argumentos los acepto, bienvenidos y entremos a la discusión, claro.

Entrar a cualquier librería moderna en la parte del mundo en que se encuentre, es una tragedia de todos colores. No hay vida que dé tiempo para leer la cuarta parte de lo que se vende y vale la pena. Resultan muchos los intereses y todos ellos tienen libros para saciarse. Ni uno de ellos evitó el pulso con un juez.

Dejemos a un lado la idea del poderoso malo, si la aplicamos al mundo editorial, a la industria de los libros, tendremos que dudar sobre la entrañable relación entre Camus y Gallimard. Autor y editor fueron tan cercanos que murieron juntos en un accidente de auto.

El problema es un asunto de disciplina, la misma se exige para escribir una novela buena o mala, una que será publicada por una trasnacional, una editorial independiente o cualquiera de las múltiples plataformas que ofertan el éxito económico en las librerías digitales.

¿Cuál es la diferencia?

El dictamen. Yo defiendo el dictamen.

Pocas experiencias más aterradoras que llevar a una editorial un manuscrito. Enfrentarse al rechazo siempre es complicado pero la necedad tiene atributos.

El trabajo editorial ha sido de las etapas que más he disfrutado. Encontré en él un interlocutor y seamos honestos, en el mundo no hay tantas personas con quienes cada uno de nosotros podamos hablar.

No faltarán editoriales que vendan libros como salchichas de mala carne pero, incluso ellas, tendrán a alguien encargado de revisar los textos que les llegan, se revisarán en un dictamen sus características; su prosa, su contenido, su calidad.

Al entrar a una librería me fijo en los sellos, no es la marca como si fueran unos pantalones o una chamarra, es el rigor con el que dictaminadores, editores, correctores, diseñadores, etcétera, revisan los materiales que les llegan, a veces de las maneras más inesperadas. Puede que cierta novela no me guste ni interese, pero al salir de ciertas casas, sé del cuidado que se le dio al libro en mis manos. Están también otras propensas a publicar cualquier cosa y las malas editoriales se parecen a la autopublicación en la falta de criba que provee de malos escritos.

Hay un oficio atrás de cada libro que he leído, respeto el oficio de quien escribe y de quien lo ve con lejanía para hacer recomendaciones y traducir lo que los autores quisieron decir. Sería increíblemente soberbio pensar que cuando algo sale de mi cabeza está en perfecto estado, prolijo y claro. Necesito de un editor con quien hablarlo, discutirlo, un primer lector a quien convencer y dejar que me convenzan de mis errores para, al final, tener una línea que me atreva a publicar. Tal experiencia la vi en casa por muchos años, la repetiré en el futuro como lo hice sin dudarlo con una nueva novela que saldrá en semanas. Soy incapaz de despreciarla.

¿Dónde está ese rigor y respeto en la autopublicación?

En varios sitios y correos que me llegan con desdén, leí casos de autopublicaciones exitosas, ¡más de 20’000 dólares en regalías sin darle un centavo a la editorial! Ni las cuestiono ni tengo problema con mi porcentaje de regalías. Si uno es meticuloso y ve lo que hay atrás de cada ejemplar en las estanterías, se dará cuenta del trabajo y cantidad de personas involucradas para que ese libro sea lo mejor posible. Si el éxito de la autopublicación está en aquellas cifras, poco hemos entendido la razón de hacer libros. Esa que originó las grandes editoriales: los libros y la industria combinados, en justo equilibrio para poder leer y entendernos a los humanos.

http://www.sinembargo.mx/opinion/15-08-2014/26408