Sin Embargo. 29/8/2014
De Ferguson a Donetsk, pasando por Gaza, Tel Aviv y Nigeria. Dando un vistazo por la historia de Europa y el resto del mundo, el mayor triunfo de todos los tiempos no lo ostenta la justicia, la equidad y mucho menos la razón. El ganador de la civilización es el miedo. Su éxito y perseverancia ha dependido de una serie de condiciones que comparten territorio: el odio y la violencia. Acompañados de la ignorancia y lo más primitivo de nosotros mismos. Al final, no somos tan desarrollados como quisiéramos. El miedo provocado por el odio, exteriorizado con la violencia, ha sido el motor del mundo.
Cuando hemos pensado lo contrario, eventos terminaron refrescando la memoria. Por ejemplo, al caer sobre Londres los primeros bombardeos alemanes de 1940, la gente los minimizó contra los desastres que las islas británicas habían experimentado años antes durante la Gran Guerra. Creían haber visto lo peor, nada podría superarlo, decían. Al conocer el desastre, éste ya no cuenta con la incertidumbre que atemoriza. Al miedo, lo imaginaron dominado. Unas setecientas mil personas murieron de 1914 a 1918, los veinte mil que dejaron cincuenta y siete noches consecutivas de alarmas antiaéreas antes de brindar por 1941, eran nada frente al rango de violencia que estaba asimilado en la población. El sentir cambió rápido, los sonidos de alerta no resonaban tanto como los escalofríos de pánico.
Orwell escribió ese otoño: “Contrariamente a lo que suele creerse, el pasado no estuvo más lleno de acontecimientos que el presente”. Pasó poco tiempo de tranquilidad cuando los ingleses se dieron cuenta de la debacle que fue mermando la supervivencia.
El autor de Rebelión en la granja, no era ningún optimista como tampoco lo fue Ikram Antaki quien hablando sobre el origen y desarrollo de la violencia, con una razón susceptible a la fragilidad, afirmó que por detestable que sea mundo en donde vivimos, es un mejor espacio que el registrado en la historia.
Efectivamente, si pensamos en los ataques mongoles a Medio Oriente durante las conquista de los Khan, sentiremos cierto alivio al no tener que ver imágenes del Gran mongol esperando a sus lugartenientes mientras estos le cortaban las cabezas a sus enemigos en el centro de Damasco o Bagdad para, con ellas, levantar un montículo donde se pudiera colocar la silla desde la que daría su discurso de invasor triunfante. En fechas más próximas, con todo y los desmanes en Ferguson, dichos acontecimientos distaron de la violencia atestiguada por mi generación en Los Ángeles durante los disturbios de 1992, cuando la brutalidad de la policía resultó muy superior a la de las últimas semanas. Ambas insignificantes frente a las represiones en Birmingham durante los puntos más álgidos del Movimiento de Derechos Civiles en Estados Unidos.
Si hoy tomamos la reflexión de Orwell y el pesimismo que espera mejores momentos de Ikram Antaki, nos daremos cuenta que llevábamos tiempo sin incluir en la misma primera plana de un periódico, noticias sobre Israel, Palestina, Siria, Nigeria, Irak, Donetsk, Lugansk y ciertas zonas de nuestro país convergiendo en un aspecto común, el miedo. No estamos avanzando mucho y por él, nos encontramos en un momento histórico tan lleno de atrocidades como antes.
Pocas cosas más democráticas que el miedo. Ha logrado preservar desde los más antiguos tiempos y ser inmune a los avances tecnológicos, científicos y humanos de nuestra especie. El miedo más puro proviene de la violencia y si bien esta tiene jerarquías, también las posee la condición de la que hablo hoy. Como he dicho en otras ocasiones, no hay que caer en la irresponsabilidad de comparar masacres realizadas con bombas de barril arrojadas sobre un grupo indefenso, con la también bestial ráfaga de metralla sobre una fiesta infantil. Hay de violencia a violencia. El miedo comparte esa estratificación jerárquica que homologa tanto a las víctimas como a la empatía de terceros escandalizados por la barbarie. No es lo mismo temerle al policía de la esquina que al vecino sicópata que colecciona armas. Hay de miedos a miedos, pero constantemente se establece como el punto de encuentro en cada paso que nuestra civilización da para en un esfuerzo inaudito, querer mandarnos a todos de vuelta a los árboles.
El policía que dispara a un hombre desarmado tenía miedo, posiblemente por el odio e ignorancia que viven ligadas al primero. El que cayó muerto se enfrentó al temor.
En niño palestino tiene miedo. También el israelí que se refugia bajo los brazos de su padre en Tel Aviv, cuando Hamas dispara misiles.
Las víctimas de Boko Haram no son ajenas.
El migrante que cruza el Rio Grande, observado por rangers armados. El violento que lo centra en su mirilla es parecido a la víctima. El chico acosado en la escuela. El acosador. La lista es larga…
Los miedos de cada grupo e individuo encontrarán justificación en su narrativa y existe una única manera de convivir con estos en el mundo: hay que respetar la única norma absoluta de los humanos. No nos matamos entre nosotros.
Los miedos no dejarán de existir pues en ellos descansa lo más básico de los comportamientos.
En el diálogo existe la obligación de llegar al acuerdo máximo: sin tener que caernos bien, menos gustarnos y ni siquiera aceptarnos, como lo políticamente correcto indica.
La conciencia del otro es elemental. Está ahí y no puedo hacer nada para evitarlo porque incluso si a ese otro lo elimino, uno más vendrá que cubrirá el papel de otro. Ya los griegos antiguos han hablado mucho de esto, gracias a la otredad fundamentamos la literatura y la religión, la filosofía y la política, todas emparentadas una con la anterior.
La respuesta que busca la pregunta que deben hacerse entre Hamas e Israel, entre blancos y no blancos, entre creyentes de algo y no creyentes, entre acosador y acosado, está en el existes y si no me gusta, me las arreglo simplemente para pasar uno frente al otro sin hacernos daño.
Tendremos diálogos de paz en Medio Oriente, acuerdos políticos en Missouri, reglas antidiscriminación, convenios educativos intentando eliminar prácticas violentas en las escuelas pero el miedo, seguirá ahí mientras no entendamos nuestra propia coexistencia.
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