Sin Embargo. 11/7/2014
No me pregunten cuándo empezó el conflicto árabe-israelí. Aunque tengo la fecha clara, la respuesta es vaga, pregunten cuándo lo empecé a vivir. La construcción de cualquier evento de la historia solo puede ser contado certeramente, desde el acercamiento personal a los sucesos, todo lo demás, lo anterior, es mera referencia que apoya la experiencia propia y cuando ésta es ausente, solo quedan momentos históricos contados por quien los vivió. Así, nacen las versiones.
Ya en otro texto en estás misma páginas, decía cómo desde mi infancia soy incapaz de recordar un instante de paz en Medio Oriente. En los últimos días, los misiles de Israel y Hamas, desgraciadamente, extienden mi memoria.
Era niño cuando paseaba en los pasillos de la OLP en nuestro país y escuchaba cómo mi madre fue enfermera en las trincheras. Era niño cuando viajé con mis padres a Managua, luego de que se encontraran ahí con Yasser Arafat. Regresé a México con un libro de dibujos de otros niños, palestinos árabes de los campamentos de Sabra y Shatila, asesinados unos meses atrás por fundamentalistas. Ese libro, al ser adolescente lo compartí con un gran amigo judío. Llevaba tiempo sin hojearlo, los dos mantuvimos un silencio que dijo mucho. Por esas fechas, mientras vivía en Siria por primera vez, un problema con mi pasaporte mexicano estuvo a punto de obligarme a realizar el servicio militar sirio en las alturas del Golán, donde el ejército hacía ejercicios de guerra contra Israel.
Golán, Gaza, el West bank.
A los tres meses de esquivar lo que parecía ser mi inevitable reclutamiento, un informante musulmán del gobierno sirio con quien la relación era buena, logró conseguirme un salvoconducto gracias a las tropas de cascos azules asentados en el país. Me escondería dentro de una camioneta de las Naciones Unidas para, discretamente, cruzar la frontera y llegar a Beirut, donde podría dirigirme al consulado mexicano y pedir mi regreso a casa. Al final, no fue necesario y encontramos otro camino para evitarme el uniforme. Pero esto, es solo parte de cómo viví el conflicto.
Ateo como vaca, miembro de una familia griega ortodoxa de larga tradición y, viviendo en un país mayoritariamente islámico, el primer Ramadán que en esos meses presencié fue muy poco religioso. Una salva al aire se escuchaba por el centro de Damasco, avisaba a la mañana el inicio del ayuno, otra salva a la tarde de su final. Al estruendo le seguía una pregunta recurrente: ¿Ramadán o Israel? –Unos segundos de espera. Si no se escuchaba un impacto a tierra, era el mes sagrado.
Ya de regreso en México, años después se estrenó una película fantástica: Promesas, codirigida por Roberto Bolado. Documental alrededor de la historia de siete niños israelíes y palestinos. La fui a ver con mi gran amigo judío.
Ese es mi conflicto árabe-israelí.
En este momento ponerse a discutir sobre la legitimidad del Estado de Israel, es más que inútil una idiotez. Está ahí y no hay más. Vivamos con ello; lo hice yo, lo hicieron intelectuales israelíes, pensadores árabes y judíos determinados a encontrar una solución real a la tragedia. Después de tener esa discusión en la mesa toda la vida, he concluido el tema: Israel existe como los árabes palestinos tienen derecho a un Estado soberano. Ni la violencia de Hamas ni la respuesta israelí ayudan. Solo sirven para olvidarnos en el tibio escándalo, del costo humano que implican. Ahí, bajo los misiles cruzados, hay gente que tiene poco que ver con las iras imbéciles y criminales de unos cuantos; políticos y milicianos. El origen del conflicto tiene por donde uno vea, argumentos que resultarán favorables para quien los diga y siempre, quien tome la voz logrará convencer al interesado en escucharlo.
Hamas, el Hezbollah, Qatar, todos lo que apuntan a su bando, defenderán el derecho de atacar a un enemigo, ¿por qué? porque es su enemigo.
Israel, como política de Estado, encontrará fácilmente, no solo en los eventos que vuelven a calentar la zona esta semana, sino también en los que vendrán, una razón para legitimar su defensa por más brutal y desmedida que sea. No olvidemos, la violencia siempre es desmedida, aunque se jerarquiza por su nivel de salvajismo.
En ambos casos el mundo tomará partido de quien quiera.
Existe en nuestra especie una necesidad natural a buscar contrarios para todas y cada una de las situaciones, es un asunto de supervivencia. No hay un bueno sin alguien a quien condenar de opuesto. Si todos fueran buenos, no serían buenos.
La lectura del conflicto árabe-israelí tiende a esta simplificación extrema, dejado a un lado el universo de elementos que considerar, esos que como mi relación con el propio conflicto no entrarían en el análisis apresurado. Si en medio del debate sobre la paz en Medio Oriente decimos que estamos frente a un problema de injusticia, lo ideal sería acabar con ella. Me refiero a la no tan añeja discusión sobre el derecho de tierra que reclama una población u otra. Todos –supongo– no veremos nada que no nos lleve a querer un mundo justo, sin embargo, esto es absolutamente hipócrita y, si transformamos la paz en un problema de justicia, compartirá no la virtud de nuestro deseo, sí la posibilidad de parecer simulación.
La injusticia es una condición natural, como los contrarios. Esto va desde lo más primario: –un niño tiene una canica, el otro tiene dos o quiere no la suya sino la de su compañero–, hasta la coexistencia entre países. Cualquier intención de un equilibrio que intente evitar esto, si bien a lo largo de la historia cae en la utopía, la utopía para mantener su estatuto descriptivo tiene que ser inalcanzable, querer llegar a ella, es también hipócrita.
La paz en Medio Oriente, como ya también comenté en éste y otros espacios, cada día me convenzo más que es inalcanzable. Lo que sí podemos hacer es, intentar dentro de las posibilidades y limitantes de los hombres –esto no es una calificación de género como de especie, no perdamos tiempo en ello–, buscar que las condiciones en estos países sean lo menos inequitativas para los actores implicados. Es decir, no veo posibilidad de que desaparezca el conflicto que me lleva a escribir está líneas, pero si soy capaz de imaginar un esfuerzo para que las condiciones de las mayorías en estos lugares, sean más parejas por lo tanto seguras. La equidad, está un nivel abajo de la justicia.
Israel deberá detener los lanzamientos de misiles y sus amenazas de incursión terrestre, suspender las humillaciones a quienes comparten más coincidencias que aquellas que la política acepta. Los radicales pro árabe palestinos, comparten la obligación humana de no lazar nuevos ataques, realizar más secuestros y demás actos de barbarie que únicamente legitimarán una respuesta tan idiota como la que un día, originó el conflicto.
Esta idea de rescatar algo de equidad, es posible dentro de las negociaciones que hoy, tras los eventos de los últimos días se han interrumpido hasta sabe la vaca cuando. Para que esto ocurra, es imprescindible la participación multilateral de negociadores internacionales, pero también será necesario ser hipócrita. Para que la escalada se detenga, todos deberán obviar las explosiones, amenazas francas a civiles de los dos lados y discursos de odio, también las muertes de estos días.
Son muchas las fichas de este tablero que es Medio Oriente, se pueden intercambiar constantemente para llegar al mejor estado de seguridad que la temporalidad permita. Solo hay una cosa que dejar fuera, si es que queremos llegar a lo que sea; la arista religiosa de ambos lados, sin lugar a dudas, tiene que dejar de ser el factor central de legitimidad. La religión ya a estas alturas, lejos de servir como instrumento de unidad social –lo hizo en una época–, solo hace daño porque ya no son lo niños de la película de Bolado y otros los que importan, tampoco sus padres, como lo son los dogmas indefendibles, religiosos y étnicos, que cuestan demasiadas vidas.