Sin Embargo. 27/3/15

Si la corrupción es hoy, en el mundo, el mayor problema, no es porque sea nueva ni mucho menos causa de un asunto idiosincrásico, sino por lo inmensos que se han hecho los terrenos y grande el número de participantes que conforman su juego. La corrupción es un término tan amplio que se encuentra en todos lados, desde los escándalos financieros que ponen los pelos de punta o el abuso a la integridad física de los más vulnerables, hasta el lenguaje que nos importa a unos menos. La corrupción, ya sea que entre en lo jurídico o en los aspectos intangibles del pensamiento, es un peligroso espejo de la corrupción moral.

Ya he contado acá como para el 50 antes de nuestra era, Pompeyo se había enfrentado a una Roma presta para el desastre. Los villanos flanqueaban la Vía Apia, el senado era una burla: orgías, banquetes y sobornos salvaban las vidas de los malos, acababan con otras, posiblemente también de malos pero algo más buenos. Construían fortunas y cadenas de favores; destruían la República.

Es ella quien más sufre los embates del corrupto, ni siquiera el individuo con todo y la indignación que provoca, cuánto se han robado unos u otros, qué tráfico de influencias permitió tal cosa, qué jefe sindical se hizo fuerte a punta de billetes. Si bien la corrupción es enemiga de todos, esa voz grupal no se refiere al conjunto de individuos como de ciudadanos. Es decir, la corrupción se encarga de eliminar cualquier rastro de ciudadanía.

A primera vista parece que los actos del corrupto afectan el campo del derecho pero, históricamente, nunca ha habido diferencias entre éste y la moral. La cosa se pone más grave, la corrupción en realidad, transgrede los conceptos del bien y el mal. Lo jurídico es la forma práctica de los códigos, ya bastante viejos, que regulan el comportamiento de las sociedades en pos de un bienestar común. Las Iglesias, cualquiera de ellas, se formaron más allá de los dogmas como reguladores del comportamiento, luego se corrompieron y empezaron a ocupar de los sinsentidos que le ganaron la fama que tienen. Sin embargo, comparten en cierta medida los decálogos que facilitan la convivencia entre la gente. Son la traducción de la moral que tiene su epítome en la filosofía griega y el derecho romano. Entonces, hablar de corrupción es hacerlo de filosofía, el mejor camino que luego de unos milenios hemos encontrado para tratar los grandes temas de la humanidad.

En la discusión filosófica se pueden encontrar las respuestas a aquello que más nos acongoja. Para todos estos temas siempre habrá dos niveles de debate: está el coyuntural, que resulta indispensable para determinar las responsabilidades sobre los actos que perturban las sociedades. Está uno más profundo que permite entender las razones y consecuencias de los mismos actos. Con el primero trabaja la opinocracia moderna: periodistas, analistas y académicos, entre muchos más. El segundo obliga a la distancia y la paciencia que no arroja soluciones inmediatas.

Así, para entender los asuntos del derecho, hay que entender primero los de la moral. Cómo vamos a acatar las normas que evitan ser corrupto si no somos capaces de diferenciar entre lo primario del bien y el mal. Cómo vamos resolver los problemas morales si en ocasiones, ni siquiera se perciben como un problema.

La corrupción entra fácil en una sociedad que no sólo tiene esta incapacidad, sino que llega a justificarla. Si el policía es malo su autoridad es nula, por lo que es factible sobornarlo cuando me detiene al dar una vuelta prohibida, o, el sistema está tan podrido que la única forma de hacerme de un trabajo es buscar el contacto que con influencias, me hará parte del mismo sistema que desprecio. Aquí es imposible determinar el orden cronológico de lo que es responsable de la corrupción. ¿Se es corrupto porque el sistema lo pide?, ¿el sistema se construye a partir los hechos?, ¿la existencia de un acto corrupto desata su permanencia?

En México como en Rusia, gran parte de África, Latinoamérica o Asia, donde los índices de corrupción llegan a lo ridículo, no tenemos resuelto ese problema.

Algunas sociedades han logrado desarrollar una filosofía un tanto elaborada, lo suficiente para no separar lo jurídico de lo moral. Están los griegos antiguos, claro, que como los países nórdicos de Europa e incluso, con sus excepciones, el continente entero, tienen uno que otro avance que permite la comunión social. Algunas de estas sociedades le deben su esquema regulatorio al tiempo que permitió los errores y el trabajo sobre ellos. Existen otras como la nuestra, que no se detuvieron a pensar sobre estos conceptos tan básicos y se encomendaron a la ley del terror con la intención de llevar a una sola línea lo que es permisible legalmente con lo que lo es moralmente. Cuando pasa esto la estabilidad es frágil, la imposición nunca reemplaza el espacio de la reflexión. Tal es el caso de las primeras sociedades musulmanas —las actuales son de lo más corruptas—, donde la corrupción se castiga no por estar mal moralmente, sino por estarlo en los cánones de la legislación religiosa.

Hay que entender que la corrupción no sólo es consecuencia de un sistema descompuesto, también puede ser su origen. El juego de ambos elementos permite la corrupción de las sociedades y exige un discusión ética que aún no hemos tenido y cuando la intentamos tener, lo hacemos mal.

Si bien la dialéctica nos ha permitido a los humanos discutir a pesar de las diferencias, también es la corrupción del pensamiento. Con ella no gana la verdad sino la capacidad del argumento. La dialéctica en México ha logrado probar qué es lo que no es. Un país donde gana lo que convence no necesariamente abre las puertas a la revisión de los hechos.

La dialéctica permite en lo político mediar entre la diversidad, pero también es la corrupción de la verdad. Desaparece la prueba que dependiendo del argumento, podrá incluso dejar de ser verdad. Una sociedad que se comporta políticamente ante los aspectos morales, jamás podrá hacer la corrupción a un lado. La corrupción existe donde el bien y el mal pasan de ser un asunto filosófico a uno de opinión.

http://www.sinembargo.mx/opinion/27-03-2015/33131