Sin Embargo. 19/12/2014

Olga estaba esperándonos en su hotel, viendo por la ventana del lobby cual ratón enjaulado, para salir en cuanto llegáramos por ella. Rubia, muy blanca, absolutamente rusa aunque nació en Azerbaiyán. Ese día el país era aún una república soviética. A los doce años salió del territorio más grande del Caúcaso y ahora vive en Alemania, escribe ahí, publica en todos lados. Su primera novela, “A los rusos les gustan los abedules”, la han traducido a una decena de idiomas. Olga Grjasnowa tiene un nombre que pide ser el de un personaje cruel de James Bond, pero es todo lo contrario. Se ríe mientras le hago burla, queriendo imitar el acento de un espía de la KGB y luego, el de un inglés bajo las órdenes de Q.

Nir Baram nos había presentado antes que ella viniera a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Por correo insistió que nos reuniéramos, “a syrian connection”, mencionó Baram para evitarnos dudar en darle espacio a una larga plática. Encontraríamos así, sin problema, un punto de coincidencia que poco después resultaron muchos. Se asomaron algo perversos, mientras intentaba traducirle un menú de comida mexicana y buscaba cómo explicar de qué se trataban los mayas: pibil, tikin xic y poc chuc.

El día anterior ella había ido sola, haciendo gala del carácter regional, a caminar por el centro de la ciudad. Paseándose con esa mirada que seduciría a Brezhnev al tiempo que planea —de ser la villana de Bond—, cómo matarlo. Se cruzó con bloqueos, le tocó una marcha, banderas rojas y negras de los Pancho Villa, otras con el puño del SME y mucha policía. Nada de eso la intimidó. Ella trae en la memoria los abusos del poder centralista de Moscú, de la corrupción más burda en su país de origen, con su presidencialismo absoluto y un congreso que sirve para respaldar las decisiones de millonarios que con caviar y opulencia, mantienen la farsa democrática que sobreviven varios de los no tan nuevos, Estados de la zona. Conoce bien lo que es estar en un país con dos imágenes. La que se proyecta al exterior con la autoridad y carisma de la Merkel, conviviendo con el resurgimiento de las extremas derechas alemanas y sus políticas antimigrantes —me cuenta que en realidad, esa derecha nunca dejó de existir—. Sabe lo que es una nación estable que en la intimidad, encuentra la miseria personal y las dudas sobre el futuro.

Pronto se casará con un sirio que emigró a Berlín, no se sorprende de las brutalidades bajo la dictadura de Damasco, de la bestialidad del Estado Islámico. No sólo ve las cosas con la mirada del escritor, también compartimos la fortuna del migrante, el ser de dentro y fuera. Esa perspectiva muy particular, que permite un idioma común al hablar acerca de la condición humana.

No fue difícil explicarle las razones de las protestas que presenció. En notas más pequeñas y efímeras de lo que nos podría gustar, se enteró del asesinato de los estudiantes de Guerrero pero ni siquiera esto, con su violencia y el peso que acompaña la tragedia, fue el eje de conversación por un par de días.

Entre Damasco, México y el Azerbaiyán soviético, como el independiente, la coincidencia es la infame corrupción a la que nos hemos acostumbrado hasta hacerla propia, como lo son esos platillos que intentó pronunciar la femme rouge, el código que me habría gustado le pusiera el Politburó de encontrarnos en el punto más duro de la Guerra Fría.

Somos poseedores de una corrupción que ha ganado no únicamente sobre el Estado, sino sobre la civilidad. Aunque que nos moleste aceptarlo, no llegamos a los extremos rusos y menos a los africanos. El asunto puede ser peor. En la vida diaria, la corrupción está presente pero no afecta las actividades de la población al punto de convertir la existencia en intransitable. Es cínicamente complicado. No confundamos lo anterior con virtud que va para el extremo opuesto. En las mañanas, el tráfico circula como el país entero, con dificultades y horrores de pesadilla, pero circula. Los poderes están ahí, las instituciones, llenas de defectos, abren, cierran y en las noticias dan reportes de no sé qué. La gente va a trabajar, cobra sus sueldos, gastan aguinaldos en deudas, cenas o regalos. El México ruso vive como un espectro de país, funciona mal pero funciona. Los medios discuten, algunos son tibios y complacientes, otros críticos y unos más incendiariamente provocadores. También ellos se benefician de este fantasma donde a pesar de problemas que harían pensar en lo inimaginable, decidimos habitar en la ficción de una realidad de pena. Nuestro mayor problema es que pase lo que pase, las cosas siguen.

En el mundo post soviético, se encuentran mansiones con huevos Fabergé adornando las chimeneas, el centro de Moscú es un museo del automóvil, la criminalidad más rapaz es conocida y vive bajo el amparo de estructuras estatales. De la era soviética de Moscú, México mantiene la adoración por sus próceres. Tenemos una infinidad de avenidas con sus nombres, escuelas, unidades habitacionales y nuestros monumentos guardan el estilo constructivista que buscaba imponer la fuerza del aparato en la conciencia popular. De la actual, su conformismo ante la mala gerencia. Habrá manifestaciones, indignación y repudio, de esto no hay duda y sí un montón de encuestas pero, como los de las fallas parece que no harán mucho por corregir el rumbo, la población seguirá el juego de los malos si no entiende cómo hacer que esos sentimientos se transformen en un producto de reflexión.

Le explicaba a la rusa qué era la grilla mexicana. Esa actividad tan emblemática que como el grillo al que le debe su nombre, jode y jode con su sonido pero no hace mucho. A diferencia de Azerbaiyán, tenemos algunas herramientas bien ganadas. Está indignación tiene su vehículo democrático, si no se enfría como pavo en Navidad, tendría que mostrarse en seis meses en unas elecciones intermedias que históricamente nunca nos han importado.

En el sistema postsoviético, las cabezas de gobierno, faltas de la menor autocrítica y decencia, se preocupan poco por la desaprobación. Si parece que enfrentamos algo parecido, una alternativa a mediano plazo cae en las urnas y la exigencia que venga con los votos. Cuando un país tiene un ejecutivo malo pero aún no toca fondo —insisto, no estamos ahí todavía—, el grito que brinde una ligera esperanza debe encaminarse al congreso. Ese arrojo con el que en la ingenuidad sobran quienes ven una primavera mexicana, pinta para invierno ruso y lo único que quitará el frío, es que la ira se transforme en ideas que sin ellas, al salir a la calle se nos acaba el camino doblando en la esquina.

http://www.sinembargo.mx/opinion/19-12-2014/30132