Sin Embargo. 24/10/2014

Dada la incapacidad de los mexicanos para resolver sus propios asuntos, yo, Norton I, asumo el papel de Protector de México.”

Emperador de Estados Unidos y Protector de México, con tal mote se había autonombrado el buen Norton I, quien en realidad se llamaba Joshua Abraham. De sus orígenes se sabe poco, parece que nació en Londres, vivió en Sudáfrica y su padre, por ahí de 1849, le heredó unos cuarenta mil dólares con los que se vino a vivir a América. Si bien en nuestros días esa suma haría recordar con buenos suspiros al generoso difunto, no me puedo imaginar la de posibilidades que a aquel loco se le abrieron antes de perder su fortuna en un mal negocio de arroz. Las ínfulas de gobernante aparecieron diez años después de hacerse rico y ejemplo del mal hombre de dinero, completamente sin razón, pues como decía estaba de la cabeza. La ruina fue responsable de su nula cordura.

En realidad, el hombre era inofensivo pero nada bruto. Haciendo de lado la imbecilidad de su declaración, la situación de su país como la del nuestro facilitaban tal aberración panfletaria. En su paternalismo monárquico se decía honesto y fue burla del entonces pequeño San Francisco. Bajo su investidura –haciendo uso de esa vistosa palabra que a nuestros gobernantes tanto gusta–, abolió el gobierno de Washington encabezado por Lincoln y dictó la desaparición del Congreso.

“…ordeno a los representantes de los diferentes Estados de la Unión a constituirse en asamblea en la Sala de Conciertos de esta ciudad, el primer día de febrero próximo, donde se realizarán tales alteraciones en las leyes existentes de la Unión como para mitigar los males bajo los cuales el país está trabajando, y de tal modo justificar la confianza que existe, tanto en el país como en el extranjero, en nuestra estabilidad e integridad.”

Las coincidencias no son gratuitas, se dejan ver en cualquier periódico y aquello apareció publicado en uno local. Las proclamas siguieron por varios años.

“… el fraude y la corrupción previenen una expresión justa y apropiada de la voz pública; esa violación directa de las leyes ocurre constantemente, ocasionada por la muchedumbre, los partidos, las facciones y bajo influencia de sectas políticas; el ciudadano no tiene esa protección y propiedades personales a las que tiene derecho.”

El emperador parecía profeta. Sus palabras partían de un descontento común y justificado al más por más. Qué digo, lo podrido se ha repetido en todos lados y de original la corrupción y los delincuentes no tienen nada.

Ni tan loco resultó el tipo, auguro disfrazado de Napoleón, a quien por cierto admiraba con la devoción de una quinceañera amante del pop. Los lugareños le conocían bien y siguieron el juego, aceptaban los billetes que con su rostro había acuñado y la autoridad local llegó incluso, a cambiarlos por dinero auténtico con tal de perpetrar la atracción turística. El pitorreo nunca cobró tintes serios, una fantasía de esas que el poder provoca. En la leyenda popular, las prostitutas se decían sus consortes y parece que algunos migrantes recibieron de aquella majestad, el titulo de embajadores de sus países. La ópera de San Francisco le tenía reservado un balcón y no iniciaban función sino hasta que él entraba al teatro y todos los asistentes terminaban de aplaudirle, de pie, por supuesto. En buenos restaurantes comió sin pagar un quinto y cuando lo hacía en la calle, se le vio acompañado de sus más leales súbditos, desamparados perros sin casa. A uno de ellos Mark Twain le dedicó un epitafio.

Sin perder el ánimo de juerga, los californianos le enviaron telegramas falsos con la firma del presidente francés y de Alejandro II, el Zar ruso. Despistado en su delirio de grandeza, buscó cama inglesa y casarse con la reina Victoria. Con ella terminó intercambiando cartas. Aquel personaje de ficción cobró fuerza por la necesidad de esperanza en una nación más bien nueva, en crisis, violenta, sumergida en una Guerra Civil donde iguales se mataban entre si.

De acuerdo, el tipo era una caricatura pero su personaje sobrevivió por el carisma que ahora los políticos no tienen. Demasiados son ineptos y en cierta forma él simbolizaba sus carencias. Con demencia, Norton I resultó más sensible hacía la gente que el Estado de su años y que los de los nuestros.

Si bien la actitud de la gente de San Francisco era lúdica, Norton aprovechó una expresión de sus deseos. Lo humano lo tenemos a ambos lados del Rio Grande y no termina al suroeste de México. Como hemos visto, de Abarca a Aguirre la basura crece bien en Guerrero, donde no hay la menor decencia. Al final, Norton I era un caudillo de los que sobran. México se ha hecho de vuelta ese país de cuatreros que desde el viejo oeste veía el emperador.

Los culpables de este desastre son varios, pandillas de todos colores de corbata han permitido una realidad amarga. Sin embargo, por natural o lógico que suene, desaparecer los poderes, que los sucios se vayan o el senado los mande a sus casas, no resuelve nada. Serán válvulas de escape, controladores del tiempo con lo que nos ponemos el tricornio del francés como lo hizo ese empresario venido a menos. Venga, desaparecemos las instituciones, si quieren que renuncien o destituyan y luego qué. Viene la mañana siguiente y quién es el loco que vendrá a limpiar el desastre. Los criminales seguirán ahí sin importarles quien esté al mando. Como diría el paranoico, son muchos lo que hay a nuestro derredor.

La falta de respeto hacia la leyes es cosa de todos. Esa violencia que nos indigna, nace de cómo nos comportamos en la calle, se alimenta de la falta de consideración que gobernantes le tienen a gente y su dolor, en su falta de intención de diálogo. En políticos de pifia. La nuestra es una sociedad donde todo se vale hasta que nos toca o llega al punto de máxima crueldad. De lo menos a una matanza la ruta es corta. Solo hay que perder el sentido para escalar por la jerarquía del bestia y que una bofetada se convierta en tiro de bala.

La violencia en México, esa que desde el XIX decía Norton no éramos capaces de resolver, sigue en nuestras fronteras. Un Estado funciona con responsabilidades compartidas pero es evidente que por muchas razones, los poderes públicos se llevan la palma de la ineficacia. Mientras no hagan su trabajo, la única solución cae en la participación ciudadana que permita crear un lugar de derecho y no un país de mierda.

http://www.sinembargo.mx/opinion/24-10-2014/28405