Sin Embargo. 26/9/2014

La identificamos con la decadencia y la pobreza. Políticos de mirada obtusa piensan que es una condición a erradicar con discursos, esbozos de infraestructura o efímeros bocetos de desarrollo. Para la literatura ha sido sujeto narrativo, Boccacio, Camus y Daniel Defoe escribieron historias a partir de las enfermedades. Religiones de todo el mundo encontraron sustento en ellas, desde los textos bíblicos a los hindúes. Para todos, la enfermedad es la esencia de nuestra vulnerabilidad.

Pensamos que con cuidados, información y tiempo, ya no seremos víctimas de catástrofes como lo fuimos un día de la peste, la lepra o la fiebre amarilla, pero la cosa permanece y la enfermedad posee dos niveles. Uno tiene relación con el paciente. Es el comportamiento del huésped ante el intruso, es cómo el huésped vive su mal. Éste importa poco a los demás, desde aquel que tiene gripa y ve como a todos da lo mismo, a la víctima de cólera. Lo que el ajeno quiere es evitar el contagio y viene el siguiente estado; la reacción del entorno ante el paciente. ¿Qué hacemos con el enfermo?

Como muchos otros objetos de la historia, de la enfermedad en el pasado sabemos solo a partir del lenguaje. Ocurre con los ritos de la muerte y sus coincidencias no son gratuitas, tendremos ahora conocimientos forenses y antropológicos pero ignoramos las interpretaciones sociales previas la invención del lenguaje. Es a partir de él que conseguimos saber qué pensaban nuestros predecesores. La enfermedad que tiene ejemplos desde antes que anduviéramos en dos patas, tiene su origen intelectual con la narrativa.

Nuestra especie vio peste en El Cairo antiguo, se le dio connotación divina al transformarla en castigo, según los textos de Homero. Siempre, la enfermedad carga consecuencias políticas y económicas, provoca hambrunas y migraciones.

La fragilidad de los hombres es tan fuerte como su idea de inmunidad. Pasaron epidemias y aprendimos a vivir con ellas. Europa perdió durante el siglo VII a una tercera parte de su población y seis siglos después, cuando en el XIV fueron víctimas de otro brote, poco se acordaron las sociedades del terror de aquellos días. La angustia de la enfermedad regresó en lo más primario de los comportamientos, la memoria se hizo de lo peor de las acciones. En raras ocasiones de las medidas para evitar muertes.

Para el siglo XVII en Francia, la lepra fue causa de catástrofe. Idearon espacios donde los enfermos pudieran ser confinados. Más de cinco mil leprosarios se construyeron y como con la peste, se hicieron a la idea de que era algo con lo que se debía vivir. Cuando fueron muchos los afectados, en más de un momento los leprosarios fueron atacados, los incendiaron con las ideas purificadoras del fuego.

Cada caso de enfermedad ha tenido su punto más bajo de humanidad en los diagnósticos y los remedios. Para este último padecimiento se llegó a recomendar los baños de petróleo, ungüentos hechos con vísceras de reptiles, de venenos de serpientes, se propuso la castración porque en los testículos se encontraba el ánimo del enfermo. Al final, en la hoguera, se quemaron vivos a los desdichados al lado de brujos y herejes. Las religiones siempre encontraron en la enfermedad, pretexto para los mayores atropellos y sinsentidos.

Las creencias son muchas. Lenin incluso, un vez acusó a otra plaga más visible aunque todavía muy pequeña; los piojos se hicieron enemigos del comunismo –no, no es broma–.

La enfermedad como toda situación extrema, saca lo mejor y peor de nosotros. Cinco meses después de los casos más recientes del brote de ébola que inició en Liberia y ya afecta a Guinea y Sierra Leona, sumando cerca de unos tres mil muertos, descubrimos un patrón repetido desde cuando los filisteos morían en Egipto. Estamos hablando de lo que puede ser la peor epidemia moderna. La guerra y miseria son perfectos conductores de la enfermedad. Los humanos somos igual que lo hemos sido siempre: débiles, físicamente.

Hace más de un mes, al llevar de regreso a Madrid a un médico español para ser atendido, se decidió evacuar el hospital que lo recibiría pese a saber perfectamente que el virus era solo transmisible por contacto. Iba a ser difícil poder acercase en medio del aparato de seguridad que se montó y de cualquier forma, la desmesura se hizo dueña de las acciones. No hubo dónde colocar a los pacientes que ahí estaban. Esta semana con otro caso similar no cayeron en la misma temerosa y egoísta ingenuidad pero el tipo ahora está muerto. Encontré testimonios de todos lados, incluyendo nuestro país, que tildaban de idiota mover de África a los enfermos rumbo a lugares donde pudieran ser mejor tratados.

– Que se queden allá. –Decían.

Al final, está tan lejos que poco nos puede importar. Caray, habría que redefinir la estupidez.

Ante la enfermedad afloran los absurdos. Hace unos años cruzando en auto la frontera turca, vi cómo se mantenía el pánico de las vacas locas. Su solución ante cualquier contagio era sumergir las llantas en un deprimido lleno de agua con cloro. Mis zapatos, apenas tuve que sacudirlos en un tapete para evitar importar el virus a Siria.

Las reacciones en los países afectados van de vuelta a los extremos. Hay imágenes de una calle vaciándose ante un hombre que cae a morir en el suelo. Somos circo de nuestro propio comportamiento, escuché en mi casa cada que se hablaba de los humanos.

La enfermedad recuerda la fragilidad de nuestra existencia, ante lo único que queda es información, un tanto de cabeza e investigación.

http://www.sinembargo.mx/opinion/26-09-2014/27621