El 18 de septiembre de 1981, la Asamblea Nacional de Francia aprobó la iniciativa del recién electo presidente François Miterrand para abolir la pena de muerte. Un sondeo de opinión en aquellas fechas mostraba claramente que la mayoría del pueblo francés, el 62%, estaba en contra de abolir la pena capital. La impopular medida del gobierno socialista dejó sin efecto las condenas a muerte para seis sujetos a quienes la ley había puesto en camino a la guillotina. En 23 años, la Quinta República había ejecutado, por la vía judicial, a 17 personas.

Casi 200 años atrás, ante los Estados Generales, un exaltado Robespierre había soltado enardecidas peroratas en contra de la pena de muerte. No tardaría mucho en cambiar de opinión, ni en sucumbir él mismo a sus encantos.

En octubre de 1789, el médico Joseph-Ignace Guillotin, que nunca inventó el aparato que caprichosamente lleva su nombre, propuso ante la Asamblea Nacional una reforma a la pena de muerte, y el rey Luis XVI prohibía el uso de la rueda, espantosérrima forma de morir en la que se trituraban las extremidades de los condenados, procurando que su muerte fuese lenta y dolorosa.

También en el año 1789, pero antes de Cristo, comenzaba a imponerse en Mesopotamia, por obra de Hammurabi, lo que más tarde conoceríamos como la ley del Talión. Prescribía el ojo por ojo, el diente por diente, la perra por perra. Es decir, prohibía la venganza desmedida. Si alguien te incendiaba la casa, tú podías incendiarle la casa, pero no con la familia adentro. Si alguien había matado a tu hijo, tú podías matarle un hijo, no dos ni tres ni siete.

Al igual que la Ley del Talión, la guillotina fue, en su primer momento, un notable avance del derecho. Sustituía, como acabo de decir, a la rueda, a la decapitación con espada, al fuego, y a otras formas extravagantes de torturar y de acabar con la vida de los infelices. No era infrecuente que los familiares del condenado hicieran todo lo posible para evitarle una agonía innecesaria; por ejemplo, solían pagar para que el verdugo que iba a golpearlo con la espada, afilara bien su instrumento. La idea de los revolucionarios franceses era que el Estado debía tener en sus manos un poder letal, pero no el derecho a infligir suplicios.

En 1792, un ladrón de caminos llamado Nicolas Jacques Pelletier tuvo el cruel privilegio de estrenar el armatoste que acabaríamos por llamar guillotina. Como su apellido lo indica (Pelletier es una marca famosa de relojes), la cabeza del ladrón llegó puntual a su última cita. La Revolución le hizo justicia, cuando la Asamblea Nacional dictaminó que la única manera de ejecutar a un hombre sería la decapitación.

En 1939, un joven actor británico de 17 años presenciaba sin saberlo la última ejecución pública de la Señora Guillotina. Frente a la prisión de San Pedro, en Versalles, el cuello de Eugen Weidmann, que había asesinado a seis personas, recibió el tajo definitivo. La ejecución fue filmada subrepticiamente y hoy puede verse en Youtube. Es tremenda; el cuerpo de Weidmann se desploma unos instantes después de la caída de la hoja y el hecho de que carezca de audio quizá haga más estremecedora la escena. Aquel actor británico que estaba allí por casualidad, iba a ser conocido más tarde como Christopher Lee, y encarnaría en varios filmes que se vieron por todo el mundo ni más ni menos que a Drácula. También interpretó a la criatura del Dr. Frankestein, a Rasputin y a otros villanos menos descollados. Por sus servicios a la Corona, entre los que estaba sin duda el haber espantado ingenuos de los cinco continentes, Christopher Lee fue nombrado Lord por gracia de la reina.

Según Bill Bryson, la taxonomía a veces es definida como una ciencia y a veces como un arte, pero es en realidad un campo de batalla. El segundo phylum más poblado de la taxonomía moderna, sólo detrás de los artrópodos, es el de los moluscos. Los artrópodos son duros y de cuerpo segmentado; los moluscos son suaves y de cuerpo no segmentado. Es imposible decir donde termina el pecho y donde comienza la panza de una babosa, por ejemplo.

 Si algo distingue a los moluscos son sus tegumentos blandos. La palabra molusco viene del latín molluscus que significa, precisamente, blando, y la ciencia que los estudia, la malacología, toma su nombre del griego malakós, con el mismo significado de blando. La misma raíz etimológica la comparten otras palabras españolas como muelle, molicie, mullir, emoliente y mojar, pues los objetos suelen ablandarse con el agua. Entre los moluscos hay que mencionar a los caracoles, las almejas, los pulpos, los calamares; las lapas, las sepias, las jibias, las limazas, y otros bichos de consistencia casi mucilaginosa; gastrópodos, bivalvos, quitones y cefalópodos que se catalogan en más de cien mil especies.

Muchas personas los encuentran desagradables y a casi nadie le interesan especialmente; pero soy de los que sostienen con firmeza que todo es interesante si se estudia a profundidad. Para el ojo del ignorante, ni siquiera La lección de anatomía, de Rembrandt, reporta el menor interés; para el conocedor, un torpe exvoto, una lucecita en el firmamento, un sello postal japonés o un molusco gasterópodo, como el cónido, resulta fascinante.

Un alto porcentaje de moluscos fabrica su propia concha. De estudiar éstas se ocupa la conquiliología o conchología; en español se prefiere, por su sonoridad cientificista, el primer término, conquiliología, que deriva del griego koncylion, que significa “conchita”. Wikipedia dice que “los conquiliólogos pueden estudiar las conchas para conseguir entender la diversa y compleja taxonomía de los moluscos, o simplemente apreciarlas por su valor estético”. De nuevo, las fronteras entre la ciencia y el arte están tan poco diferenciadas como el cuerpo de un molusco.

En Teopantecuanitlán, Guerrero, existe un sitio arqueológico que fue habitado por los olmecas unos quince siglos antes de Cristo. Lejos de Veracruz, allí es donde se han encontrado las evidencias más antiguas, hasta la fecha, de ornamentos de concha fabricados por las manos del hombre mesoamericano. Las conchas eran objetos que había que importar; escasos y valiosos como hoy lo son los relojes de Pelletier y, al igual que ellos, servían como símbolos de estatus. Las mejores conchas llegaban siempre a las manos de los más ricos y poderosos.

Los mesoamericanos fueron conquiliólogos aficionados por lo menos desde entonces, y quizá ya lo eran en el año de 1789 antes de Cristo. Prácticamente no existe sitio arqueológico en nuestro país donde no se hayan encontrado conchas marinas, que se asociaban simbólicamente con el agua y con la fertilidad.

(Es curioso, por cierto, que en español el nombre hipocorístico de Concepción sea Concha: la concepción es el momento cumbre de la fertilidad humana. Los argentinos además llaman concha a la vagina, aunque la consistencia de este órgano, pienso, hace pensar más en el cuerpo de un molusco que en su exoesqueleto calcáreo).

Volviendo al mundo mesoamericano: las conchas se usaron en todos los objetos de aquel entonces: collares, pendientes, brazaletes, pectorales, narigueras, orejeras y un corto etcétera. Eran consideradas un material precioso, como el jade, las plumas de aves exóticas, y el oro. La magia simpática hacía que la concha estuviera contagiada del poder del mar.

Al asociarse con la fertilidad, las conchas marinas también se asociaban con la muerte, porque para los aborígenes la fertilidad y la muerte no estaban segmentadas; eran dos aspectos indiferenciados de un mismo fenómeno necrovital. Así pues, para un mexicano de cepa, las conchas y la muerte han estado asociadas desde siempre.

En La carta del verdugo se afirma que en los moluscos se presenta “el asesinato entre semejantes”, y de paso se califica a este acto como una “innovación evolutiva”. “Los conos matan por venganza”, dice Eulalia Alonso, refiriéndose a los cónidos o conidae, y luego describe cómo lo hacen, inyectando ácido a otros individuos de su misma especie. Eulalia incluso lleva a cabo un experimento en una gran pecera, y en conclusión afirma que “la venganza es un instinto primario”, presente ya en los moluscos.

Y desde luego, en los seres humanos, como lo demuestran la realidad y la ficción.

La venganza es uno de los grandes temas de la literatura; pienso a botepronto en Aquiles, en Ulises, en el Cid, en Tito Andrónico, en el Conde de Montecristo, y en Pedro Páramo. Pero además la venganza tiene formas sutiles, que a veces no se califican como vengativas pero que nacen del mismo impulso rencoroso. El exiliado que disfruta con los sufrimientos del dictador que lo ha echado fuera de su patria, por ejemplo, o el elaborado cocinero que toma revancha del hambre padecida en la juventud, o, desde luego, las muchas formas en las que la sexualidad sirve para expresar, más que los sentimientos, los resentimientos. Por algo el narrador de esta novela afirma que “el sexo siempre es poder”.

La nariz humana más grande de la que se tenga noticia registrada pertenece a un turco y mide 8.8 centímetros desde su inicio en la frente hasta la punta. Esto es menos que el tamaño promedio de una Gloriamaris, pero aún así guardan cierta semejanza. La Gloriamaris, o gloria de los mares, es una de las especies de cónidos más apreciadas, y, hasta hace unos años, su elevado precio, de varios miles de dólares, las hacía prohibitivas para cualquiera que no poseyera bolsillos adinerados o manías muy acentuadas. Se dice que son abundantes en lugares como las islas Salomón, Filipinas y Samoa. No está mal para un novelista situarse entre la sabiduría del rey Salomón, el poder de Felipe II y las historias del tusita de Samoa, Robert Louis Stevenson. No sé si esto sea casualidad, u olfato literario.

En su libro Geografía y juegos, Gertrude Stein escribió este famoso verso: “Rose is a rose is a rose is a rose”. Hoy yo diría esto: “Un bourreau est un bourreau est un bourreau est un bourreau”. Un verdugo es un verdugo es un verdugo es un verdugo.

Ustedes dirán, ¿qué tiene que ver la guillotina con la malacología? ¿Qué tienen que ver la biología (la ciencia de la vida) con el oficio de la muerte, la venganza con el coito, la espera con “la claridad del fin”? Bien, para eso, y para pasar un buen rato, hay que leer La carta del verdugo, de Maruan Soto Antaki. Yo me atrevería a definir esta obra como un banquete simbólico.

Para terminar, y casi en otro orden de cosas, volvamos un momento a 1981, cuando Miterrand aspiraba a convertirse en el primer presidente socialista de la Quinta República. En su campaña electoral, Miterrand prometía que, de resultar elegido, aboliría la pena de muerte. Como mencioné, la aplastante mayoría de los franceses estaba a favor de mantener la pena de muerte, pero aún así Miterrand ganó las elecciones. Lo que uno puede inferir es que, para los franceses de 1981, la pena capital no era un asunto capital. Benditos sean los tiempos y los lugares en los que las muertes ordenadas por los gobernantes no son un asunto de primera importancia. Qué envidia. Buenas noches.

Pablo Boullosa

6 de noviembre de 2014

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