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1/10/2016

La historia de los países tiende a dejarlos con dudas que creían resueltas. Hablar de las certezas de México es hacerlo de un sinfín de vacíos. En nuestra incorporación a la democracia se han perdido conceptos que al repetirlos al cansancio o, peor, al no entenderlos, son mencionados sin siquiera detenerse a pensar en ellos. En sus significados, en su necesidad. Quizás uno de los más difusos es la legitimidad.

Su origen se encuentra en la creación de las sociedades, cuando nos enfrentamos a tener que vivir en grupos más extensos que el primer círculo que devino en las tribus y, después, en los clanes. La legitimidad fue necesaria para darle cauce a las relaciones donde ya no se contaba con la sangre para saber quién encabezaba la manada. Cuando dejamos de ser manada. 

Lo legítimo es lo verdadero, también lo que entra en el marco de la ley. Es lo aceptado, lo que cuenta con el respaldo de quien ya buscó y construyó la condición de legitimidad. Es la base objetiva de la reputación positiva, su ausencia es la base subjetiva de la negativa. Así, la legitimidad es la virtud política más pervertida en los diálogos de la mexicanidad.