La langosta literaria. 5/2015

<strong>La felicidad de morir</strong>

La felicidad de morir

Hemos domesticado la vida, nos tomó unos miles años, desde aquellos días en que vivíamos poco y de las cavernas nos fuimos a las chozas. Ahí nos enfermábamos en las precariedades que hoy controlamos. Definimos la parte viva de nuestro destino con la virtud del pensamiento, del aprendizaje. La búsqueda de la libertad nos permitió conocer el tiempo, pasar de los cuarenta cuando llegar a treinta era cosa de viejos. No sé si algo nos cambió más que el durar tanto, inventamos sociedades con conceptos que antes no teníamos; la vejez espera aplauso, es el grito del domador, es una palabra que ha cambiado de sujeto. Con ella la muerte cobró distancia de la vida y comenzamos a narrarla, a entenderla por medio de la literatura, que es también libertad.

Si amaestramos a la vida no lo hicimos con la muerte. Sólo algunos se atrevieron. Su domesticación es la invitación al fin, para algunos su búsqueda por encima de los otros. El único acto de egoísmo que es perfecto porque puede al mismo tiempo ser generoso y su definición es el triunfo del que lo comete.

Henry de Montherlant, en “El Treceavo César”, dice: “No hay nada más misterioso que un suicidio, cualquier suicidio, cuando trato de explicar sus razones tengo la impresión de ser un sacrílego, porque sólo el que se ha suicidado conoce estas razones”.

La mayor tragedia de la muerte no es la muerte, la experiencia debe ser fantástica pero, vivirla será parecido al momento en que escribo algo que nadie leerá. El instante en que se resuelven las preguntas que nos han perseguido por milenios, la soledad a la que no nos hemos enfrentado desde que nacimos, cuando no sabíamos quiénes éramos y no teníamos las palabras para construir lo que imaginamos. La tragedia de la muerte es no tener a quien contarle su experiencia, pero las tragedias de unos son las bondades de otros. El suicida sabe por unos instantes a qué se enfrenta, ve la muerte con el temor que ninguno de los vivos ha vivido.

El suicidio existió desde que la razón se hizo entre nosotros, desde que supimos que un día nos acabaríamos y apareció la emergencia de la consciencia, violenta. Tardamos en nombrarlo, esperamos al siglo XVII, cuando el abad de Fontaines lo imprimió en su diccionario.

Presente entre nosotros, la abdicación a la vida se encuentra entre quienes escriben y no porque escriban, está ahí porque son humanos.

Virgina Wolf llenó de piedras los bolsillos de su abrigo para sumergirse en un río. “Querido, siento que me estoy volviendo loca otra vez. Siento que no podremos con otro de esos terribles tiempos…”: le escribió a Leonard Wolf en la mayor de las bondades.

Horacio Quiroga bebió cianuro frente a Vicent Batistessa, su amigo, un hombre deforme a quien rescató del sótano del hospital donde ambos estaban recluidos. El agradecimiento más auténtico. La lealtad que permite acompañar a la muerte.

Akutagawa tenía treinta y cinco años: “Siento una vaga inseguridad sobre el futuro”.

Emilio Salgari no soportó ver a su mujer en un lugar para enfermos mentales. Imitó el seppuku japonés que años más tarde interpretó Mishima hasta desangrarse.

Y la escopeta de Hemingway en su cabeza…

La felicidad más honesta. La determinación sobre el fin cuando uno lo quiere. El suicidio, la libertad máxima, la arrogancia suprema y la muestra de conciencia sobre nosotros mismos.

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Imagen: Grabado de Gustave Doré para La divina comedia y que representa el séptimo círculo del infierno, destinado a los violentos contra el prójimo, los violentos contra uno mismo (suicidas) y los violentos contra Dios.

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