Sin Embargo. 13/3/15

Caballeros, la ley es clara sobre el asesinato de un ser humano pero, no dice nada sobre matar a un chino. Caso cerrado y hábeas corpus.

Con arma en mano dictó aquello el juez Roy Bean, entre finales del XIX y principios del XX, en su corte al oeste del río Pecos. Texas, cerveza fría, notario público y juez de paz. El recinto era también un bar que servía whisky, parece ser, junto a la promesa de una buena mesa de billar, disponibles cuando los asuntos legales lo permitían.

Se dice que el juez sólo podía ver de frente, disparar sin voltear el cuello, rígido después de salvarlo en un intento por colgarlo. Se había batido en duelo con un oficial mexicano, secuestrador de la chica que cortejaba. Bala de honor, la mujer lo abraza y la soga de los amigos del difunto.

Después del incidente se mudó, primero a Nuevo México y luego a Texas. Un sheriff lo nombró juez, para evitar el viaje a la corte más cercana, trescientos veinte kilómetros dentro del desierto.

Los cargos no pasan. Si cuando lo arrestaron estaba parado —en su lugar—, no llevaba armas pues no iba a ningún lado. Y si no estaba parado, estaba viajando y es legal que los viajeros porten armas. Hábeas corpus.

El acusado sobre el contenedor de cervezas, Roy Bean con un compendio de leyes del Estado. Era el Viejo Oeste norteamericano. En el jurado, los mejores clientes del bar, asiduos borrachos a quien su señoría invitaba a beber en el receso. La justicia, lo justo, siempre bajo la tutela de Juez Roy, su interpretación de lo que creía cierto.

“Justicia de paz. La ley al oeste del Pecos”. Dice aún el letrero en la cabaña de madera que alojaba al The Jersey Saloon.

Ese muerto tiene una pistola prohibida y cuarenta dólares. Cuarenta dólares de multa al muerto por portación. Hábeas corpus.

Siempre hábeas corpus. Confundía la expresión con un paganismo y la cantaba como si fuera un amén. Hábeas corpus ya fueran bodas, cuatreros, escrituras, asalta bancos o ladrones de diligencias y bisutería. Ignoraba por completo su significado. La institución jurídica que busca evitar arrestos y detenciones arbitrarias. El derecho más básico del supuesto delincuente, estar vivo y consciente. Tiempos correctos, liberación en ausencia de pruebas. Lo fundamental frente a la autoridad que pueda vejar y vulnerar derechos. Cosas obvias, pensaría cualquiera menos el juez Bean y el gobierno mexicano que, sin la menor vergüenza, se defiende con argumentos de cowboy contra el preocupante informe del relator de Naciones Unidas sobre tortura. Sólo son catorce casos. —Dijeron.

Arrestos sin orden, traslados ilegales, intimidación, cosas elementales en el repertorio del villano. Tengo que reconocer que afortunadamente el informe no llega a lo inefable de las guerras en el mundo árabe. De cualquier forma, catorce son muchos, uno es suficiente para hablar de indecencia criminal —porque también hay criminales decentes—.

Cuando la tortura se hace a manos de la fuerza del Estado, éste renuncia a sus objetivos más primarios. En la jerarquía de la violencia, la tortura se lleva las palmas y el sombrero más grande, la herradura más brillante, para seguir con el argot vaquero. Su ejercicio minimiza la voluntad del individuo, busca la abdicación de la personalidad, aplasta y destruye absolutamente todo rastro de humanidad. No existe tema que debería preocupar más a un Estado que un caso de tortura en sus filas, gobierno y gobernados. Es a nivel teórico, incluso más grave que un asesinato, una masacre como esas que he mencionado cuando hablo de Medio Oriente. El torturado sólo reencuentra la dignidad en la muerte.

Rueda la gobernadora por la calle del pueblo, los caballos beben, pequeños remolinos de tierra. El sonido de las espuelas. La tortura importa poco a los que guardan el temple de los personajes de Clint Eastwood.

Hace unos meses pocos medios cubrieron el informe de tortura a manos de la CIA tras los atentados en septiembre del 2001. A menos gente le importó. Hoy, con el caso mexicano, la nota no se va al escándalo que representa la tortura sino a la respuesta oficial porque claro, la reacción del gobierno mexicano da una pena que ni escondiendo la cabeza como avestruz bien entrenada se quita pero, recuerdo mi enojo en un texto que escribí en esos días sobre el tema.

Sólo alrededor del cuarenta por ciento de los encuestados, dijeron estar tajantemente en desacuerdo con usar métodos de tortura para conseguir información de un supuesto malo. Una cuarta parte dijo estar de acuerdo con el empleo de tales prácticas y la décima, respondía una pregunta ridículamente perversa, haciendo hincapié en un: muy de acuerdo. A un veinte por ciento le daba lo mismo.

Es México, somos unos vaqueros. Hábeas corpus.

http://www.sinembargo.mx/opinion/13-03-2015/32689