Sin Embargo. 30/1/15

Soy incapaz de digerir el tamaño de la tragedia, que en la actualidad es la mayor de todas. Simplemente no puedo llevarme una imagen a la cabeza, nadie que no la haya vivido puede. Más de 140 millones de mujeres mutiladas por tradiciones bárbaras, venga, ignoren una del estilo —que son varias— y se acercarán a solaparlas. Ninguna vale el sufrimiento que con cobardía y un pudor absurdo, evitamos nombrar o hacerle caso para saber de qué se trata. Si acaso decimos su nombre es para sentirnos conscientes en la comodidad de nuestra existencia. Seguramente eso harán algunos, la próxima semana, cuando sea el día contra la mutilación genital femenina.

Mientras escribo, el café que bebía para entender las cifras y los detalles de tal práctica, pronto se hace ginebra con la idea de quitar el nerviosismo que provoca leer los testimonios de las víctimas. Es inútil, no hay estómago que aguante.

En el epígrafe de una novela cité a Camus: “Mi intención, por el contrario, es hablar de ello crudamente. No por el gusto del escándalo, creo, ni por una natural inclinación malsana. Como escritor, siempre he tenido horror a ciertas complacencias; como hombre, creo que los aspectos repugnantes de nuestra condición, si son evitables deben afrontarse en silencio. Pero cuando el silencio o las astucias del lenguaje contribuyen a mantener un abuso que debe suprimirse, o una desgracia que puede aliviarse, no hay otra solución que hablar claro y demostrar la obscenidad oculta bajo el manto de las palabras.”

La mutilación genital femenina ocurre en veintinueve países, la mayoría africanos, Somalia, Sudán, Mauritania, Djibouti, Guinea, Chad, etcétera, donde en la perseverancia se pueden encontrar sus orígenes. Hay uno que otro caso en América o Europa, pero siempre en medio de las diásporas. En Egipto, los datos de la UNICEF avisan que el 90 por ciento de las mujeres entre 15 y 49 años, sin importar su religión, han sido sometidas a la ablación. Ahí, esta semana, por primera vez desde su prohibición en 2008, han condenado a un médico por practicar la salvajada. Una de ellas, que hay varias y cada una es más escandalosa. Jalan el clítoris con los dedos y lo cortan con una cuchilla, o bien, remueven el clítoris y los labios internos o externos, puede que ambos, dependiendo del sinsentido. La forma más animal quita todo y cosen la vagina, con hilo cual saco de verduras, dejando apenas una abertura de milímetros que permita correr la orina y los fluidos menstruales. La vagina se descose para el sexo, a veces con una navaja, otras con la supuesta gallardía de la viril pareja, caballero el muy infame. Se sutura de nuevo y reabre para el parto. Ciento cuarenta millones de mujeres viven hoy, mutiladas de alguna de estas formas, decía. El veinte por ciento con infibulación, la tercera versión de este ritual, criminal al más por más. En ocasiones, el practicante —que tiene poco de médico— muestra a la familia de la niña la parte amputada y exclaman: “¡hay que cortar más!”. Ocho mil operaciones cada día. ¿Cómo hacemos que nuestra tarde sea normal después de saber esto?

Una nota vieja ha corrido a la par de la noticia egipcia. Abu Bakr, jefe del Estado Islámico, ordenaba la mutilación de dos millones de mujeres entre 11 y 46 años, en la cuidad iraquí de Mosul. La información original salió en junio pasado, a través de Naciones Unidas. ¿Mientras tanto, qué habrá sido de ellas? Occidente, en la actitud que lo caracteriza, tardó en darse cuenta de algo a lo que le debió prestar atención en su momento. Una suerte de protesta efímera que en realidad no le importa a nadie, o lo hace tan poco que los seis meses que pasaron desde entonces fueron vapor de agua. Cercanos al Estado Islámico y uno que otro periodista en la zona, han desmentido la declaración. Puede ser cualquiera de las dos cosas, ninguna le sorprendería a nadie como tampoco lo hace la indiferencia del mundo entero. Sin contar aquellas iraquíes, a la lista se sumaron un millón setecientas sesenta mil víctimas.

En los recuerdos de mujeres adultas, se siguen escuchando los gritos propios mezclarse con los de otras niñas. Una navaja de afeitar mutilaba a la hermana o amiga de una mientras un grupo de chicas, acompañadas de sus madres o tías, esperaban su turno. La anestesia que no siempre es empleada reduce el dolor del momento, en su ausencia las convulsiones y el desmayo son inevitables. Luego viene la recuperación, semanas en cama hasta poder caminar de nueva cuenta pero, el dolor sigue y sigue. Desaparece y vuelve con las infecciones, con la memoria, con la abdicación de toda esencia, de mujer y de persona. Todo para que ellas sean limpias, buenas, exentas de sí mismas, libres de inmoralidad, afirman con desfachatez. Carajo, que somos despreciables.

Aquí no se trata del posible primitivismo de una doctrina, algo que se les da a todas. El Corán nunca menciona la ablación como un requisito, la escisión del clítoris es una práctica preislámica que nada tiene que ver con el Islam. Ninguna de las esposas del profeta fue sometida a la clitoridotomía. Volvemos a la interpretación idiota de unas escrituras ya de por sí complicadas, he hablado de eso en otros momentos. Es mero salvajismo y crueldad humana. Es el horror de nuestra especie. La guerra santa llevada a la intimidad al punto en que los santos no cuentan —estos ya hacen su daño—, sólo importa la hegemonía del patriarca.