Sin Embargo. 25/7/2014

Cuando por ahí de 1915 el Imperio Otomano llevó a cabo el primer genocidio del siglo XX –que se llamó con ese nombre hasta la década de los cuarenta, tras la mayor demencia del salvajismo–, parte del mundo no se enteró y otra se escandalizó, entre ellos estaba mi bisabuelo. Gobernador de Antioquía, en la actual Turquía, escondió a miles de armenios en las catacumbas de la familia para, durante la noche, hacerlos cruzar a Alepo, en Siria, donde se asentaron y mantuvieron la vida. De las imágenes que lograron permanecer en el tiempo, no puedo olvidar los crucificados y colgados en la calles, las piras humanas, los muertos de inanición que mendigaban un poco de alimento. Famélicos parecidos a los republicanos españoles en campos de refugio franceses, donde habían llegado tras huir de Franco, encerrados a merced de tropas del gobierno de Vichy; a deportaciones, a limpiezas de petróleo. Muchos de ellos fueron salvados por el General Cárdenas y el embajador mexicano en París. Cuando eso sucedió, también hubo quien se escandalizó y dentro de sus alcances buscó cómo ayudar. Hoy, poco nos acordamos de estas tragedias como poco lo hacemos de Ruanda, Yugoslavia, Camboya, de Guatemala. Ante todos estos casos nos escandalizamos, siempre nos escandalizamos pero luego olvidamos.

Sería fácil decir que la memoria es corta y ahora es demasiada la información que recibimos como para perpetuar la plática e indignación sobre Nigeria, Sudán o Siria, pero no. Podríamos pensar que nunca como en esta época hemos tenido tantos eventos y las guerras se enciman una sobre la otra pero, me costaría imaginar que el mundo era un mejor espacio durante las cruzadas del XI al XV, cuando los aldeanos corrían a protegerse de las llamas enviadas con catapultas para destruir sus casas, escuelas y granjas. O que en el XVIII la Revolución francesa no tuvo sus momentos bárbaros, que fueron muchos. Tampoco fue menos salvaje la independencia griega que a principios del XIX dejó más de 100’000 muertos y podría nombrar hasta el cansancio esos instantes de nuestra historia, solo por contar la más moderna, cuando los conflictos han sacado lo peor de nuestra especie y en cada uno de esos momentos, nos hemos indignado y el sentimiento ha terminado por hacerse costumbre. A cien años de la Gran Guerra, con sus diez millones de muertos, el recuerdo se hace souvenir de turista, galería curiosa menos que antropológica y el estudio del fenómeno social, queda en manos de académicos, muchos de ellos admirables. Para el resto de la gente, de la costumbre nace la historia que aparece en libros y tiene poco que ver con el ciudadano que espera la siguiente nota en televisión, la foto del acto inhumano y el testimonio de actualidad, de moda electrónica.

Hoy la República Centroafricana sigue hundida en su martirio, Nigeria no sé si alguna vez ha salido de él. Ucrania cae en lo ridículo y con riesgo a volar a lo incontrolable. En Siria vamos para cuatro años y cerca de 200’000 muertos, con casi la mitad del país desplazada y su territorio en ruinas. Pero a ellos ya nos acostumbramos, parece inaudito. Todos gritamos lo espantoso de las matanzas de Homs, Idlib, Doumar como hoy gritamos Gaza y seguiremos gritando, hasta que nos acostumbremos. Las primeras Intifadas fueron aún más desgarradoras que los misiles y las incursiones a tierra de las últimas semanas, en esos días, niños aventaban piedras a los tanques. La lucha cuerpo a cuerpo es menos efectiva aunque cause grandes bajas, pero su corta distancia permite la crueldad más íntima. Ahora los muertos se anuncian a enormes montones y de forma increíblemente rápida. El escándalo nunca había tenido la velocidad de hoy, tampoco el olvido y la costumbre.

Las tres reacciones son de lo más natural, nos indignamos por defender nuestra conciencia de especie, sabemos que lo único que no podemos permitir es seguir matándonos. La costumbre viene por defensa, sin ella nos cansamos y preferimos hacer de la barbarie algo cotidiano para no afectar el resto de nuestras rutinas. El olvido es necesario para no dejar el vislumbro de esperanza, que todos necesitamos para creer hemos mejorado. La ingenuidad de los tres es de lo más humano.

La palabra humanidad tiene dos sentidos, muestra el número de personas y la calidad de ellas. Cada conflicto significa la gran cantidad de vidas perdidas y la falta de tal que llevó a su desenlace.

Ahora escribo por Gaza, ayer por cualquiera de los otros eventos, mañana por los que vendrán o aún no acaban. Mientras no se acuerde la coexistencia de un Estado palestino e Israel, todo serán momentos de respiro, no más.

Dicta la pregunta que provoca la distancia, ¿qué hacemos para parar esto? y uno llega a responder: nada. Pero tampoco es cierto.

Hamas e Israel tendrán que mediar pronto, ¿será que la suspensión temporal de vuelos a Tel Aviv fue una amenaza más insostenible que los cientos de cuerpos? ¿será que las presiones internacionales e internas obliguen al gobierno de Israel a un cese al fuego con unos que pocas ganas tienen de él? Cuando esto acabe, porque ya lo ha hecho en otros años, no lo hará el bloqueo que se mantiene en la Franja y es insultante. También insultante es la dictadura de Assad, el ISIS, Hamas, Sudán, etc.

En nuestra costumbre, mientras sean pocos los Estados que se presten como el bisabuelo Antaki o Cárdenas a salvar víctimas de la imbecilidad en lugares como Siria, en Chibok donde Boko Haram secuestró a las niñas de hace unos meses, en la República Centroafricana y su crisis silenciosa, no debemos olvidar el asombro a lo más mísero. Ese momento de queja es lo único que le queda a la gente bajo las balas, la empatía del ajeno, para todos los lugares donde hay civiles que se resguardan de las bombas, a ambos lados de las trincheras y refugios antiaéreos.

http://www.sinembargo.mx/opinion/25-07-2014/25758